EL FUTURO DE LA UNIVERSIDAD PÚBLICA Por José Luis Pardo
Dr. José Luis Pardo Universidad Complutense
Dr. Adolfo Vásquez Rocca – Compilador
José Luis Pardo: La dudosa modernización de la educación superior
José Luis Pardo: Filosofía, Universidad y Sociedad
Como un vendaval o como un incendio, se ha propagado en los últimos años el proyecto de construcción de un espacio europeo de educación superior (EEES) . Quienes están instalados en el prejuicio de que todo cambio lo es necesariamente a mejor, y quienes (más abundantes en España, debido a nuestro reciente pasado político) lo están en el de asentir por principio a cualquier cosa que lleve el calificativo de «europeo» (del mismo modo que, en la Europa de la posguerra, lo «americano» le añadía hasta a los mecheros una plusvalía de progreso) no tienen la menor duda de que es preciso dejarse arrastrar por el viento o alimentar el fuego arrojando a las llamas todas las antiguallas y trastos viejos (que son, en nuestro país, abundantes) para asegurar su propagación sin límites. Como estos dos prejuicios son menos operativos en quienes tienen una mentalidad «conservadora» y «euroescéptica», ellos han sido, por desgracia, los primeros y casi los únicos en llamar la atención sobre las desventajas que este proceso de construcción podría acarrear para las estructuras educativas; por tanto, en términos periodístico-públicos, se ha convertido en un dogma de casi imposible refutación el de que la resistencia a los principios que inspiran la construcción de dicho «espacio europeo» es monopolio y privilegio de los conservadores y euroescépticos, lo cual ha supuesto en la práctica un mecanismo de desactivación de toda contestación posible a sus fundamentos por la vía de considerarla una consecuencia del corporativismo que quiere conservar a toda costa sus obsoletos privilegios y de una mentalidad provinciana que se niega a integrarse en las nuevas realidades supranacionales emergentes.
Ello no obstante, la primera cuestión que habría que traer a la reflexión no sería la discusión del carácter «progresista» o no del EEES, sino la de su compatibilidad, en las condiciones particulares de cada uno de los Estados miembros de la UE, con los cimientos (que, al margen de la adscripción al progresismo o al conservadurismo entendemos irrenunciables) de la democracia social y del Estado de Derecho que defiende, por ejemplo, la Constitución Española. En un principio, la motivación de esta «construcción», según comunican sus más convencidos defensores, no es la detección de déficits educativos o de obsolescencias en la docencia o en la investigación (pues, si se tratase de esto último, no se comprende que la «reforma» no se hubiera acometido en España hace años o incluso siglos), sino la necesidad europea de competir con los Estados Unidos en materia educativa. Es el caso que, según cuentan, las universidades de este país americano atraen en nuestros días a sus aulas a la inmensa mayoría de los estudiantes que, procedentes de países menos desarrollados (y a veces también desarrollados), desean y están en condiciones de sufragarse una educación superior. Esta exposición es, sin embargo, insuficiente. Lo que realmente maravilla a los analistas (económicos) europeos es que, mientras que en Europa las instituciones de educación superior han llegado a ser, en términos contables, ruinosas, y a convertirse en una carga fiscalmente insoportable para el Estado, en los Estados Unidos se ha conseguido que las universidades (tanto las de gran renombre y prestigio como las restantes, en general) sean un negocio rentable, en algunos casos prodigiosamente próspero. Y esto es lo que genera una competencia desigual entre los dos continentes. Y es bien conocida la regla de que para igualar los resultados del competidor es preciso imitar sus métodos. Por tanto, además de que el móvil de la reforma es económico y no científico o cultural (ni siquiera político), las condiciones de su planteamiento determinan la conversión —conversión en la cual, ciertamente, Europa lleva un notable retraso con respecto a los Estados Unidos— del conocimiento en una mercancía. Esto puede contribuir a esclarecer el significado de la expresión propagandística —empleada con idéntico entusiasmo por «progresistas» y «conservadores» en el espectro político— sociedad del conocimiento, que mienta, por tanto, aquella sociedad en la cual el conocimiento se ha convertido enteramente en una mercancía.
Esta reconversión de la educación en negocio tiene multitud de efectos colaterales: define a sus destinatarios no en calidad de estudiantes (reales o potenciales) sino únicamente de clientes. De este modo, la enseñanza se concibe como una empresa (se podría decir también como un servicio, si se añade que se trata de un servicio gestionado con criterios empresariales), empresa que los Estados Unidos habrían sabido hacer más rentable que Europa por la vía de captar a la mayor parte de los consumidores potenciales del producto (porque han sabido, ante todo, hacer de la educación un «producto»). Naturalmente, nada se puede objetar a la pretensión legítima de las empresas (incluidas las universidades) privadas de orientarse de acuerdo con este criterio, pero es difícil no notar que el mismo puede entrar en colisión con los fines que (por mandato constitucional) se asignan a la enseñanza pública. Si la universidad se concibe como una empresa (privada), los estudiantes como sus clientes y sus gestores como directivos de una corporación multinacional, es manifiesto que casi todo lo que en este momento consideramos la universidad (y que no procede —no conviene olvidarlo— de las mentes morbosas y calenturientas de los corporativistas conservadores o de los euroescépticos reaccionarios, sino del espíritu más cabalmente moderno e ilustrado) está de sobra y puede considerarse en rigor como un obstáculo y, desde luego, como un negocio ruinoso. La existencia de cosas tales como «carreras» (con esa rígida estructura dividida en cursos, y estos en asignaturas), «profesores» (que son o aspiran a ser funcionarios públicos cuya competencia se determina mediante concursos igualmente públicos, con todo lo que ello acarrea de «inamovilidad» y de «rigidez» en el puesto de trabajo), «licenciaturas» y «doctorados» (con su rígida arquitectura de sanciones científicas, exámenes, tesis, investigaciones largas y pesadas, etc.) se adapta, obviamente, muy mal, a las fluidas y cambiantes exigencias de un mercado en constante «evolución» que no puede esperar tanto tiempo como el que dura una «carrera» para contratar a un profesional cualificado cuya necesidad ya ha detectado (pues es harto posible que, cuando el sujeto empleable haya terminado su carrera, la necesidad de su presencia en el mercado laboral haya dejado de existir o se haya transformado en otra), y que por tanto no precisa profesores sino más bien entrenadores. Pero es preciso notar que el abandono de todos estos conceptos implica necesariamente la caída de todo el sistema de garantías jurídicas a ellos asociados.
Prof. Dr. Adolfo Vásquez Rocca
Por otra parte, cuando se pregunta a los expertos diseñadores de este sistema por los resultados que cabe esperar de él en caso de llegarse a aplicar con «éxito», dibujan en el horizonte de nuestro porvenir educativo el siguiente panorama del futuro: unas (pocas) universidades de elite (entendiendo por tal cosa aquellas que sean capaces de captar la demanda educativa de los clientes potenciales dispuestos a ser entrenados en los sectores profesionales especializados que a su vez registran una mayor demanda empresarial y/o a pagar cantidades de dinero mayores por satisfacer sus expectativas —y, de paso, de captar también la oferta de aquellos «patrocinadores» privados dispuestos a contribuir más generosamente a su financiación a cambio de que se les garantice la generación de mano de obra de alta cualificación para sus actividades comerciales) y otras (la mayoría) universidades de masas (concepto éste, como alguien dijo, más propio de la panadería que de las ciencias sociales), dedicadas a la producción de mano de obra de baja cualificación pero rápida y fácilmente reinsertable en los ya aludidos «flexibles y fluidos» mercados laborales contemporáneos.
Universidad y Políticas culturales por Adolfo Vásquez Rocca
Es necesario, en verdad, sujetar en este punto la tendencia demagógica que podrían suscitar las reflexiones más inmediatas sobre estos aspectos, pero al mismo tiempo es al menos cuestionable que esta nueva organización del «conocimiento» sea totalmente compatible con la finalidad objetivamente asignada por el Estado social de Derecho a la enseñanza pública superior, es decir, la de contribuir a la reducción de las desigualdades sociales en materia de acceso a la formación universitaria. Cae por su propio peso que los «conocimientos» organizados de esta nueva manera obedecen a una «estructuración» (o quizás «desestructuración») «inestable», «abierta» y «modulable» (adjetivos todos ellos afectados frecuentemente por el prejuicio señalado al principio de este escrito acerca de lo «progresivo» y lo «conservador») que no procede de las necesidades «internas» de las materias objeto de enseñanza-aprendizaje (materias que, por su propia naturaleza, comportan rigor, rigidez y cierta inflexibilidad), sino por las necesidades de la «sociedad», es decir, del mercado. Este es el motivo de que se haya de proceder a la más completa desmembración de los cuerpos académicos de los diferentes saberes y disciplinas universitarias en términos de «competencias», «habilidades» o «destrezas» que no se pueden asignar a ningún núcleo teórico definido (pongamos por caso, el Derecho o la Física de la Materia Condensada), sino que son el tipo de aptitudes que el mercado laboral y profesional requiere en cada momento y que, como es natural, no soportan esas rígidas divisiones académicas ni precisan los complejos mecanismos sancionadores de legitimidad establecidos por la comunidad científica. El encargo dado a los especialistas en pedagogía de llevar a cabo la materialización de esta adaptación in situ desnaturaliza a menudo la cuestión y arruina por completo la posibilidad de entender su auténtica índole: los «pedagogos» piden a los «profesores» que hagan algo imposible: que descompongan sus disciplinas en «competencias», «habilidades» y «destrezas», para que luego «la sociedad» (o sea, los analistas de mercado) puedan decidir cuáles de ellas son socialmente aprovechables y cuáles son enteramente desechables. Pero los profesores no saben cómo hacer esto, sencillamente porque ya lo han hecho y no han dejado de hacerlo desde que existe la educación superior (¿qué otra cosa puede ser aprender matemáticas sino aprender a ser diestro, competente y hábil con los teoremas, los logaritmos neperianos y los polinomios?), sin que nadie haya descubierto ninguna contraposición (sino, al contrario, la más estricta solidaridad) entre el rigor científico de los saberes superiores y los requerimientos, por parte de quien se educa en ellos, de ser competentes en la materia. Nadie —por mucha pedagogía que haya estudiado— puede ser competente para determinar cuáles son las competencias matemáticamente relevantes salvo aquel que sabe matemáticas, y nadie puede enseñar a nadie competencia matemática alguna si no le enseña a la vez matemáticas, con todo el rigor que ello supone e impone. Este planteamiento —que sólo contribuye a hacer la vida imposible a los profesores que intentan de buena fe «descomponer» sus materias en «habilidades» para hacer lo que no puede hacerse (o sea, dejar de enseñar las primeras y seguir enseñando las segundas) y erradicar el rigor del campo de la enseñanza, sustituyéndolo por un sinfín de documentos de control pedagógico muy semejantes a la proliferación cancerígena de reglamentos que caracteriza a aquellos regímenes políticos en donde no hay una verdadera ley— oscurece por completo los objetivos de la reforma al invertir de punta a cabo el trayecto natural de su proceder: no se trata de descomponer las disciplinas existentes en unas presuntas «competencias» mágicamente desgajables del saber en cuyo contexto únicamente tienen sentido, porque no hay manera alguna de hacer esto (y de ahí la desesperación de los profesores que intentan «adaptarse» y el desprecio de los adaptadores ante las «resistencias» corporativistas de la clase docente-investigadora), sino que se trata de extraer de la sociedad la suma de «competencias» que el mercado necesita eventualmente (alguien que, por ejemplo, sepa algo de derecho y algo de biología, sin necesidad de que sepa demasiado de ninguna de las dos cosas, alguien que sepa algo de lingüística y algo de economía, pero sin ser especialista en ninguna de las dos, etc.) para a continuación encargar a las «nuevas» universidades que se ocupen de entrenar en ellas a sus clientes en cuanto empleados potenciales, y que lo hagan lo más rápidamente posible (como sucede en las nuevas guerras contemporáneas, la capacidad de respuesta rápida —un ejército «flexible», poco numeroso y fácilmente transportable y redefinible— es mucho más operativa que las «grandes maquinarias bélicas» del pasado). Si el planteamiento se hiciese con este grado de honestidad, aunque los pedagogos se quedasen sin trabajo (y sumidos en la misma perplejidad que el resto de los especialistas universitarios), el grado de sufrimiento del profesorado disminuiría notablemente. Porque esto sí puede hacerse. Y, por lo que parece, se hará.
Así pues, «adaptación de la universidad a la sociedad» ha de leerse, en este contexto, como la completa desarticulación del corpus del saber constituido como tal a partir del proyecto ilustrado como columna vertebral de la enseñanza pública (y del cual las «ciudades universitarias» —otra obsolescencia que el espíritu posmoderno se declara presto a remover en beneficio de la deslocalización del conocimiento— son la concreción espacial) y su disolución en una estela nebulosa de técnicas híbridas, de cortos plazos y estrechas miras (tan cortos y tan estrechas como la duración de la vigencia de un tipo de interés en el mercado financiero, y tan sometidos a fluctuación como esos mismos tipos) que puedan redefinirse indefinidamente en virtud de las necesidades del mercado mundial. La mera idea de concebir la universidad como una empresa de servicios o, mejor (y con un símil ya catalogado por sus entusiastas), de bricolage tecnológico, es ya en sí misma una plasmación espacial de esa desarticulación y de esa disolución.
Por último, es preciso advertir que esta reforma que ha de desembocar en el EEES no afectará igualmente a todas las disciplinas universitarias. Por su grado de implantación tecnológica y de implicación empresarial, es obvio que ya existen muchas materias, por así decirlo, predispuestas a esta adaptación (en su mayoría, las que se imparten en las Escuelas Politécnicas y en el área de Ciencias de la Naturaleza y de la Computación y la Comnicación), materias que, debido a las mencionadas implantación e implicación, están llamadas a constituir el «núcleo duro» de las aludidas universidades de elite del futuro, capaces de captar a los clientes más rentables y a los patrocinadores más generosos. Y no es menos obvio, por tanto, que los saberes de baja cotización en la sociedad del conocimiento —que aproximadamente coinciden con el ya de por sí ambiguo terreno de las «humanidades»— están más o menos destinados a configurarse en torno a las también aludidas universidades de masas. Dejando aparte la «humillación» y la pérdida de distinción social que esto representará para los profesores de Humanidades (que, además de que no es objeto de este escrito hacer cuentas de las afrentas y agravios del orgullo profesional, es algo a lo cual los tales profesores están ya sobradamente acostumbrados y que, por tanto, no supone motivo de escándalo mayor), uno puede preguntarse qué sentido tiene, entonces, someter a las materias agrupadas bajo este rótulo a ese mismo proceso de desmembración en competencias, considerando que la gama de destrezas mercantilmente aprovechables que puede ofrecer a «la sociedad» este gremio es verdaderamente insignificante. Y aunque nunca puede descartarse del todo un cierto sadismo como móvil de este empeño aparentemente inútil (pues el rencor acumulado contra el parasitismo social de quienes cobran del Estado sin ofrecer a cambio nada rentable es cuantitativamente respetable), es lícito preguntarse qué tipo de «necesidades» sociales vendrían a cubrir las humanidades reformadas en el EEES, y a qué tipo de clientes (y de patrocinadores) puede interesar la adquisición de las destrezas acumuladas por estas históricas disciplinas. Puesto que se trata de competir con los Estados Unidos, no deja de ser interesante observar, a este respecto, el modelo vigente en las universidades de este país, en el cual hemos visto transformarse en los últimos años a todas las carreras del sector «literario» (las licenciaturas en «letras» en sentido amplio) en una nueva realidad social llamada cultural studies. Una realidad que, al igual que las nuevas «competencias» del sector tecnológico, es completamente inclasificable en las catalogaciones sistemáticas del saber universitario de origen ilustrado y, en una medida nada desdeñable, está en trance de absorber a la totalidad de ese antiguo sector de Letras. Este fenómeno (que ya se ha extendido notablemente por Europa) no afecta exclusivamente a las «Letras» clásicas (las filologías, la historia, la filosofía, la antropología cultural, la sociología, etc.), sino también a disciplinas más especializadas como la vieja historia del arte, que se encuentra en vías de redefinirse en términos de visual studies. No debería extrañarnos que, en una sociedad en la cual el conocimiento se ha convertido en una mercancía y en la cual los criterios de calidad de la enseñanza se miden en términos de «satisfacción del cliente», en una sociedad que se propone atraer a una fuerza de trabajo (o quizá habría que decir «fuerza de estudio», puesto que ahora el estudio, como en otro tiempo el trabajo, debe convertirse en capital) dispersa en el escenario internacional del espacio global, las instituciones educativas estén llamadas a adaptarse, no tanto al «mercado global» (pues los saberes humanísticos suponen una porción poco representativa del conocimiento que circula en este mercado), sino a la llamada «ciudadanía multicultural» y a lo que podríamos denominar «el mercado de las identidades». En este caso, podría decirse que, más que económica, la motivación es marcadamente política. No se trata en modo alguno de que, tras un concienzudo análisis de los programas educativos, se haya detectado en ellos una desatención científicamente significativa de los rasgos culturales, se trata más bien de que esto último (los rasgos culturales) es todo lo que queda cuando se despoja a los ciudadanos precisamente de su ciudadanía (la que proviene fundamentalmente de la concepción moderna e ilustrada del Estado de Derecho y de la implantación contemporánea de los principios de la democracia social). La destrucción del espacio público en beneficio del privado, de la que ya hemos hablado suficientemente en lo anterior, y de la cual el desmontaje del sistema público de educación superior heredado del proyecto ilustrado es uno más de los síntomas, trae como inevitable consecuencia el desplazamiento del juego político de la esfera de los intereses públicos a la de los intereses privados (esfera en la cual, en el proyecto ilustrado, se situaban las cuestiones relativas a las creencias religiosas y a las convicciones de la identidad cultural), de tal manera que todos los conflictos políticos quedan reducidos a conflictos (jurídica y democráticamente irresolubles) de identidades inconmensurables. Así como el conocimiento se ha convertido en un plusvalor mercantil (y, por tanto, en un signo de riqueza del que harán ostentación los clientes y proveedores de las universidades de elite), la identidad se ha convertido en un plusvalor político (el único que pueden exhibir los estigmatizados clientes y proveedores de las universidades de masas). De este modo, todas las disciplinas humanísticas se aprestan a quedar reducidas a un conjunto de «habilidades», «destrezas» y «competencias» características de una determinada tradición cultural y, por tanto, a tener que integrarse en un conjunto más amplio de «habilidades», «destrezas» y «competencias» características de otras tradiciones culturales, religiosas o lingüísticas con igual derecho a la representación académica (lo cual modifica sustantivamente la consideración que pueda tenerse, pongamos por caso, de Stendhal o de Aristóteles, cuyas obras ya no serán evaluadas sino como emblemas de una determinada identidad cultural, religiosa, sexual o lingüística).
Alguien podría aducir, tras la descripción anterior, que de nada de lo dicho se sigue que el proceso en cuestión sea necesariamente malo. Puede que haya llegado la hora de relevar en sus funciones a la Universidad (una institución que en otro tiempo desempeñó un papel crucial, pero a la que ahora habríamos dejado de necesitar), y la decisión de hacerlo no tiene por qué ser ilegítima. Mi interés principal, no obstante, era el de conseguir abrir algún camino a la idea de que tampoco se sigue en absoluto que el proceso de reforma sea indiscutiblemente bueno. Y, más allá de esta cuestión de valoraciones, lo importante es, ante todo, notar de qué se trata en este proceso de reforma. Y se trata, repito, de desmontar pieza a pieza uno de los pilares del Estado de Derecho heredado de la Ilustración y de la democracia social heredada del siglo anterior. Puede que en verdad el Estado de Derecho se haya convertido en una rémora indeseable, o que en verdad el estado del bienestar inspirado en los principios de la democracia social se haya convertido en una carga fiscalmente insostenible (ambas cosas darían lugar a discusiones distintas a la presente), pero lo que de ningún modo puede sobreentenderse y darse por probado sin discusión alguna es que la reforma de las instituciones educativas superiores en la que se cimienta el EEES, y aún más en el modo en el cual se está aplicando en un Estado con estructuras académicas y científicas tan débiles y con dotaciones presupuestarias tan modestas como el español, sea algo de suyo modernizador y progresista (a menos que sean progresistas la destrucción del Estado de Derecho y el desmontaje de las estructuras de la democracia social), cuando parece antes bien formar parte de un severo tratamiento de en el cual están involucradas todas las instituciones de las sociedades del mundo desarrollado. Hay, en efecto, muchas cosas desmontables y directamente desechables en las instituciones educativas (superiores e inferiores) españolas, pero no parece razonable perder la conciencia de todo lo que se está arrojando al basurero aprovechando la ocasión que la reforma nos brinda para deshacernos de los restos de un pasado en muchos aspectos lamentable. No sería imposible que, so pretexto de una modernización revolucionaria y sin precedentes, estuviéramos condenando a la docencia superior y a la investigación universitaria españolas (como ya sucedió, con consecuencias difícilmente reversibles, en las enseñanzas medias) a una situación de retraso y postergación objetivos, tanto en términos científicos como políticos y morales, aún más graves que los que se deseaba contrarrestar con tal revolución.
El Mundo – Zoología Política
José Luis Pardo, Premio Nacional Ensayo con ‘La regla del juego’
José Luis Pardo: El futuro de la universidad pública
Profesor de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
Dr. Adolfo Vásquez Rocca – Compilador
| E-mail: adolfovrocca@gmail.com
LA ESTÉTICA OTAKU Y EL IMAGINARIO MANGA/ANIME Por Javier Bogarín y Adolfo Vásquez Rocca
Lic. Mario Javier Bogarín Quintana – Dr. Adolfo Vásquez Rocca
Centro de Investigaciones Culturales-Museo UABC
Escuela de Artes UABC
Dr. Adolfo Vásquez Rocca
Profesor de Estética y Critico de Arte UNAB – PUCV – UCM
1.-Ensayo de una estética
Trascendiendo la clasificación por géneros, el atractivo mencionado se cebe en un impulso estético que el fanático de Occidente (desde ahora, otaku) genera a partir de la relación del uso de colores (pastel y chillantes, calientes y saturados) y técnicas (animación no discontinua de bocas y movimientos de las extremidades y ojos grandes como escaparate a la disposición de un abanico de sentimientos) con una única matriz que debe ser la productora de un estilo que emerge del manga/anime para ajustarse a la vida cotidiana: Japón como imagen universal y experiencia vicarial a copiarse e implementarse en todas las facetas de la cotidianeidad (Schodt, 1983:22), dependiendo centralmente de la concepción de un imaginario que no se alimenta de la experiencia real, aunque fuese mínima, pues responde en forma exclusiva a la oferta mediática de anime, películas, literatura, fotografías o simples referencias que van a parar no al acervo informacional que busca una organización racional (como el conocimiento escolarizado) para su investigación posterior sino a la colección de sentimientos y construcciones ideales (Durand, 2004:26) que, a través de la “experiencia manga/anime” concurren en la “japonización de la realidad” a través de la estética de los objetos consumidos.
Siguiendo a Durand, la permanencia de una idea que recorre el circuito de la percepción hasta romper la simple sensación y encajar con el imaginario personal y desde ahí potenciar un discurso, amuebla el espíritu (leyéndosele como imaginario) con “miniaturas” mentales, chispazos que sin embargo perduran, que no son sino copias de las cosas objetivas.
Aún así, esta objetividad no redunda en la materialización de un interés, de una cosa que se puede palpar al gusto del deseo: un Tamagotchi siendo “alimentado” por su dueño en su casa de Mexicali jamás tendrá relación con el Tamagotchi de la adorable chiquilla secundariana que lo revisa, programa y pone a dormir mientras recorre la línea Yamanote del metro de Shibuya, y esta imagen, recurrente a través de uno de los fetiches más populares (sexual y no a la vez) entre los otakus varones, merecería por sí sola, en tanto perteneciente a una gran categoría argumental manga/anime, un estudio aparte, pero aquí se refiere al punto de contacto que permite que un objeto cualquiera pueda lograr su membresía dentro de la fantasía personal que mucho le debe a estos pastiches que, aunque personalmente modificables, conforman la multirreferencialidad pop de estos productos.
Este espíritu del J-Pop (que combina música con animación, cine, merchandising y más) puede resumirse en una concepción estética que precede a su interpretación industrial para localizarse en las primeras producciones de Osamu Tezuka (Schodt, 1983:16), creador del anime moderno, dulce y colorido, y con esencia occidental: kawaii, un término que ha dominado a la cultura popular japonesa por lo menos desde mediados de la década de los setenta (Kinsella, 1995), que literalmente significa “lindo” y es utilizado para celebrar todo lo dulce, adorable, inocente, puro, simple, genuino, amable, vulnerable, débil e inexperimentado (amai , airashii, mujaki, junsui, kantan, shojiki, yasashii, kizutsukeyasui, kawaiso y mijuku, respectivamente) que distinguiese a una persona y, de ahí, a cualquier objetivación de estas características elevadas a virtudes, en un animal u objeto real o imaginario, como símbolos teriomorfos (Durand, 2004:73) que son el vehículo de adaptación de imágenes orientadas a una manipulación que haga más asequible su contenido, en el caso del consumo, y que alude a toda una mitología instaurada por la gama de productos y la vasta tradición que les antecede para conformar una capa profunda de asociaciones que por medio de una simbolización devuelvan al consumidor a un estado anterior de su gusto y percepción.
La clave del kawaii como animalizador de cosas y humanos, consiste en la condición del animal de ser susceptible de una sobredeterminación de caracteres particulares que no tienen un vínculo directo con la animalidad: el intrincamiento de las motivaciones que vuelven a las distintas especies receptáculos de significados transformables y conduce a la animación (Krappe, 1952:36) de los pensamientos mediante la asimilación de sentimientos humanos para su transferencia a la cosa o animal elegido.
Bajo esta fundamentación, no debe resultar ajena al observador la relación estrecha entre el kawaii “original” y su aplicación localizable en la conducta social con su correspondiente apariencia física. Asimismo, estas formas prevalecen en los personajes de manga/anime en todos sus géneros, incluso los más oscuros y con las apariencias menos dulces (elementos indispensables de todo el manga y fenotipos, al fin y al cabo, para ser seguidor por el consumidor) que, para el interés del presente estudio, se conciben, el comic y la animación, como la consecuencia derivada de la preferencia por este estilo.
Regresando al concepto, este fue desarrollado en un estilo infantil y delicado a la vez que bonito (Kinsella, 1995), saturando a los medios y bienes de consumo para alcanzar su pico de intensidad sacarinosa en la década de los ochenta, justo durante la expansión de los OVA y la mercadería masiva de mementos y accesorios concomitantes al periodo de la burbuja económica japonesa.
Las personas “lindas” se volvieron extremadamente populares y el fanático de manga/anime podía aspirar a la personalización de estos elementos y “animaciones” coloridas vistiéndose igual que sus personajes predilectos (actividad que en adelante se denominará cosplay) y ubicarse en una tipología que al día de hoy señala diferencias claras entre los géneros que conllevan sus respectivos mensajes sobre la personalidad y hasta espiritualidad de un individuo.
De nuevo, un punto de partida conveniente para el análisis de los atractivos estéticos de los productos para el fanático e incluso de las motivaciones mismas de su imaginario es la conexión del gran significante kawaii como un estilo básico que creció hasta generar modas más específicas y transitorias dirigidas hacia lo oscuro, el punk, el skate y los vestuarios french maid ; se trataba de una estilística fruto del reciclaje, y nueva en tanto que aglutinadora de imágenes, que transitó de un romanticismo serio y pinky pero igualmente infantil en los ochenta, al estilo andrógino, kitsch y más humorístico de los noventa.
Tal noción registró una transformación paralela aunque independiente del anime: la innovación de temáticas desde las aventuras a lo Disney en la obra de Tezuka hasta la introducción de géneros bien diferenciados (anime para chicas, de ciencia ficción e incluso para adultos), funcionando como testigo, valiéndose de una serie de personajes arquetípicos en cada producto, de las nuevas adiciones conceptuales a lo “lindo” que conforme se fue diseñando la figura del otaku (fanático) de principios de los años ochenta fue incidiendo en la confección de matices más profundos en torno al carácter reservado del consumidor que, con la llegada y masificación del video, se hizo de una personalidad más coleccionista y reservada, que se convirtió el centro al que se dirigirían términos como “tímido” o “avergonzado”, con sus ramificaciones persistentes como “patético”, “pobre”, “vergonzante”, entre otros matices que empezaron a alejarse de la matriz originalmente positiva de lo que ha sido desde un principio lo kawaii como actitud en apariencia y, después, como estética (Kinsella, 1995).
El otaku, entonces, investido de todos estos adjetivos, fue construyéndose como el público natural del manga/anime en apariencia unificado como una tribu, dando lugar a su imagen contracultural que le presentaba, como hasta ahora, con empaque de marginal inadaptado e inmaduro para las relaciones sociales que, cuando tiene un empleo, trabaja tan sólo para pagarse su afición, pues además se le ha fijado el estereotipo de buen hijo de familia que tiene resueltas sus necesidades materiales básicas fuera de las cuales no representa ninguna carga extra para sus padres, al contrario, para por un individuo anodino y dócil en extremo: un niño que responde a (y que proviene de) las virtudes estéticas y conductuales consagradas por la idea de lo kawaii.
La imagen ideal del otaku que se conserva tanto por el interés de los medios masivos japoneses como por sus propias características (perpetuadas también por el visionado de su reflejo electrónico en películas y televisión) es el de un joven desaliñado con serias dificultades para comunicarse y sin ninguna suerte romántica con las mujeres , quienes le considerarán, en el óptimo de los casos, una especie de hermanito menor o confidente inofensivo, un personaje estereotípico herencia de la tipología nerd inmortalizada por Hollywood que se ve reproducida en buena medida por las reinterpretaciones occidentales de la idea de lo otaku, aunque sin considerar los condicionantes estéticos peculiares atisbados aquí y que son cercanos al consumidor que entra en contacto directo con las descripciones más completas y reiteradas de dicha figura.
Un punto de encuentro de las esferas estética y conductual consiste en el sustrato residual de la obra y los personajes de Walt Disney, pensados como protagonistas de un viaje emocional a una sociedad rural idealizada, dentro del basamento argumental del manga/anime y sus personajes (como ya se ha indicado, Kinsella, 1995) embarcados en una jornada sentimental de regreso a una infancia idealizada: una oposición a la sociedad industrial lo mismo que a la adultez por medio, como se verá a continuación, de elementos objetuales de la producción manga/anime para realizar la transformación individual de identidad y referentes tomando como base un estetismo generalizador donde los matices dulces se dulcifican, los villanos más malos por alguna razón no alcanzan a verse tan malvados y donde la infancia, eternizada, logra ser transportada a la vida real.
En otras palabras, una puesta en escena de carácter privado ensayando el afán de estabilización de sensaciones bienestar absoluto fijadas en ambientes controlados por el usuario que debe exaltar las representaciones hiperbólicas de ideales trascendentales: nostalgia del pasado (los buenos años en que el tono dramático del capítulo de Astroboy o de Ranma ½ caldeaba la textura de toda la tarde-noche), curiosidad por lo exótico (Japón es Tokio porque esta es una capital occidental irrepetible por la coincidencia feliz de alguna clase de futuro-ahora con la pulsión sensual de una cultura hermética) o amor a la belleza (el kawaii puro como origen y destino del gusto contemplativo válido para todos los productos del manga/anime) operando bajo criterios que recaen en (la historia de) cada otaku, quien posee la potestad de imprimirle a cada objeto de su pertenencia una memoria que está diseñada para romper con la estética predominante (como la distorsión kitschificante introducida por una habitación repleta de afiches) y ejecutar la asociación emocional de contenidos que, como se dijo desde un principio, hacen la llamada a la identidad común del manga/anime.
Así pues, el sentido de las cosas es el de la apropiación de un resultado empíricamente comprobable en la observación de un “valor de uso” cualquiera para todas las temáticas pero que en el caso que nos ocupa debe conducir a la explicación de un proceso por cuyos contenidos se expresa la faceta más íntima del consumo, ahora en relación directa, por medio del objeto-signo, con su colección de imaginerías.
Baudrillard (1999:97) reconoce a las cosas cotidianas como objetos de una pasión bajo la condición de propiedad privada que se fundamenta en su papel de aparato regulador del equilibrio del sujeto trasponiendo su función práctica, en su utilización que por lo general les limita a un uso (el juego distraído, indiferente, con el Game boy color amarillo Pikachu) que nos devuelve al mundo, y no se refiere al potencial de la cosa como exposición inmediata de un valor asignado con arreglo a la relatividad del usuario, quien da una vuelta de tuerca a aquella mediación práctica (saca su cuenta de correo en http://www.doramail.com para recibir la bienvenida de Doraemon y luego, acaso, para enviar y recibir correo electrónico) para acercar al objeto a su mundo personal.
El objeto de posesión es el resultado de dicha abstracción, al ser “poseído” por una imaginería que establece las reglas de un juego constante entre los constructor de las ideas que pueden hacer que las cosas se relacionen entre sí en la medida en que ya no remiten más que al sujeto-otaku.
El lucimiento, por ejemplo, de accesorios manga/anime, muestra a estos en su dimensión utilitaria pero además de ello sirve como práctica de la expresión de un uso imaginal que necesita de estos vehículos para materializar una fantasía, una construcción que, aunque tiene una manifestación práctica, sigue existiendo solamente en el pastiche mental que el otaku porta con tanto garbo disimulado como a la mochila negra con un diseño basado en el de Intel que informa: “Hentai inside”; tratándose en resumen de una oposición complementaria de objetos-maquina/objetos puros, siendo estos últimos los receptores de un estatus estrictamente subjetivo (Baudrillard, 1999:99) para convertirse en objetos de colección, un estamento de la propiedad que se eleva sobre lo utilitario para señalar un proceso imaginal de apropiación.
El objeto pasión es entonces la reminiscencia del afán infantil de posesión ante su urgencia por entender el mundo vía el control de sus fenómenos objetivados en un trozo simbólico manipulable (Rheims, 1962:28), fase que termina con la llegada de la crisis de la pubertad y que puede regresar inmediatamente después y se presenta también en los hombres de más de cuarenta años (Baudrillard, 1999:99) como una suerte de compensación de las evoluciones de la sexualidad, aunque sin apuntar a una conducta pulsional de índole fetichista, pese a que en su denominación se dirige a la satisfacción de una pasión por el objeto amado entendido como la creación más bella de la divinidad en torno a la cual se despliega una veneración que adquiere tintes de clandestinidad, de culto secreto fundamental, que tiene todas las características de una relación pecaminosa.
El goce de esta posesión implica también la comprensión de un objeto como un ser único e irrepetible por sus particularidades que aún así se constriñen a su pertenencia a la serie (que es también concepto integrador antes de pasar a denominarse “colección”) y, por consiguiente, quedando sujeto sustitución temporal o incluso permanente, dejando al descubierto el binomio quintaesencia cualitativa-manipulación cuantitativa.
La manifestación de esta dinámica aplica para la manipulación de objetos que son historias entrelazadas por una dimensión tangible, como un modelo teórico que haga por explicar al afán coleccionista como el destino final de las actividades que el otaku realiza personalmente y en relación con su grupo: asistencia a convenciones, intercambio de archivos, consumo vía web, discusiones cara a cara y por chat, performatividad, juego de rol, etc.
Esto presenta un contrapunto significativo al diagnóstico crítico de la producción industrial que afirma que el sentido social de las cosas y significados se desplaza desde la historia, para despojarse de ella, a la pantalla, a un espacio en donde todas las formas tienden a resignificar a las viejas utopías en un proceso de descontextualización que las convierte en mercancías (Vásquez Rocca, 2007:5).
Los índices de moral e ideología son sustituidos por relaciones mercantiles que operan como vehículos de imágenes al servicio, como en este caso, de referentes que se ubican en función de la construcción del gusto del usuario. Tal es la clave de la composición del pastiche, que asegura a la cosa externa, mercantilizada y desligada de un modelo para transformarse en serie (Baudrillard, 1999:14), un significado basado en sus valores e imaginerías, en la abducción simbólica de una mente sobre un estímulo como es cualquier derivado del manga/anime.
Dicha apropiación se genera en contraposición a otro fenómeno externo: la obsolescencia objetual (Vásquez Rocca, 2007:5) que, afirmada como una dinámica de mercado, asegura la rotación acelerada en la producción de bienes simbólicos con motivo de la inviabilidad de la erección de cualquiera de ellos en “ídolo personalizado y canónico” para una gran masa, además de que la generación industrializada de productos vuelve imposible que una sola colección de figuras icónicas, del manga/anime por ejemplo, permanezca en la cúspide de su popularidad por una larga temporada: este es el circuito de los objetos que se vuelven obsoletos fuera del campo de acción y consumo de sus seguidores, quienes, como es natural, desechan una cantidad importante de estos productos pero realizan una gran inversión emocional en otros tantos, y mientras más profunda sea la brecha entre el pastiche y la realidad (la tangible, la del mercado social), puede encontrarse una mayor capacidad de resignificación y adaptación del objeto al mundo personal, junto con una resistencia más fuerte a los vaivenes de la novedad de la industria.
La saturación de colores y figuras de la habitación otaku, propuesta en esta ocasión como modelo reproductor del pastiche ideal integrador que resume las nociones estéticas consideradas, es la vuelta de eso que Baudrillard (1999:15) llama la “afectación” en la decoración que en este caso particular no se preocupa por un ordenamiento objetivo que responda a la línea lógica de la imaginación que dicta la presencia de objetos cuya primera función deberá ser la de personificar las relaciones del otaku, no con otros otakus, sino con su universo interior, poblando un espacio devenido santuario en nombre de cuya idea general disponen de un alma, de un poder evocativo que desplaza su función instrumental, en la dimensión de lo real (de utilización), para anteponer su valor (de posesión) en la dimensión moral construida en torno a una complicidad del usuario con sus objetos manga/anime, un denso valor afectivo que es la “presencia” (Baudrillard, 1999:14) por la que el Todo es efectivo y que, al significar al argumento central objetual del otaku, se vuelve la reproducción diferida del pastiche ideal de sensaciones e imágenes.
La denuncia anticonsumista de una nostalgia dirigida por el uso de la figura comercial del revival se apoya en la realidad hueca de la conducta nostálgica que le concede primacía al mensaje antes que a la identidad, considerando que el recuerdo de una época pasada debería resultar atractivo e inspirador para una importante mayoría, pero en lo que respecta al usuario de manga/anime puede ubicarse a la nostalgia imbuida en sus rutinas de consumo dentro de una batería de ritos laicos a nivel doméstico que son verificados en la visión de un anime o una película (japonesa, o en su defecto china o coreana, desde luego), la clasificación de revistas o afiches o la simple observación y fragmentación de los colores y técnicas que componen al estilo: en definitiva, cualquier actividad que consiga la abducción inmediata de regreso a ese Japón particular consignado en la mente alerta y estética del otaku. Sirva a esta descripción de ambiente el siguiente par de ejemplos:
a) La habitación de uno de los fanáticos entrevistados con motivo de la investigación en curso acerca de La construcción sociocultural del fanático de manga y anime en Mexicali ofrece al visitante la colección de su propietario expuesta a modo de afiches: dibujos recortados a colores y en blanco y negro de paisajes de una indeterminada campiña japonesa, páginas impresas de Internet con carteles publicitarios de las películas animadas de Hayao Miyazaki y de acción real dirigidas por Takashi Miike y Takeshi Kitano, dibujos a lápiz de la Princesa Masako y de los novelistas Haruki Murakami y Banana Yoshimoto; y de objetos de utilización: dos o tres centenares de CD’s y DVD’s que lo mismo guardan películas que manga escaneado en formato PDF y música J-Pop y J-Rock (incluyendo bandas sonoras de anime) en MP3 o DivX organizada en archivos misceláneos o con el nombre del disco que en ocasiones no se puede leer por estar convertido en signos ilegibles porque la computadora no tiene instalado soporte lingüístico para japonés, algunas revistas de la compañía traductora y editora japoamericana Shonen Jump adquiridas en las rebajas de El Centro y Tijuana, figuritas de Doraemon y Hello Kitty! y algunas hechas con plastilina y conservadas sobre un cuadro de acrílico, una mochila con un botón de Hellsing y más allá un montoncito con tres o cuatro ejemplares de diarios chinos con la etiqueta de un P.O. Box de Calexico. Y cuando se le pregunta por el significado de su cuarto, nuestro otaku contesta, después de pensarlo mucho, que sólo ahí se siente tranquilo, cuando se encierra con llave. Una declaración que merece una lectura pormenorizada, digna de otro artículo.
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Baudrillard; Cultura, simulacro y régimen de mortandad en el sistema de los objetos
Jean Baudrillard ©
Baudrillard
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» Kawaii y cosificación de la mujer en el manga/anime
[ Mario Javier Bogarín Quintana | Publicado el 3 Jan 2009 | Sin comentarios aún ]
Los distintos géneros de manga/anime han sido articulados por su filiación a una estética que por concreta y repetitiva los ha hecho identificables, sobre todo, fuera de Japón. La dulzura de sus personajes se vincula inevitablemente con la delicadeza de los rasgos de la Lolita adaptada a un proceso de infantilización. Este, redundante en apariencia, aprovecha la sumisión de las mujeres de todas las edades a un ideal de elegancia y delicadeza, una estética estática, prescrito a las japonesas por códigos lo mismo de conducta (confucianos y budistas) que de apariencia física (cortesanos y de moda actual).
Adolfo Vásquez Rocca, Artículo «Francis Bacon. El cuerpo como objeto mutilado; regresión a la animalidad«, En Cyber Humanitatis Nº 31 2004,Revista de la Facultad de Filosofía y Humanidades, UNIVERSIDAD DE CHILE ISSN 0717-2869 http://www.cyberhumanitatis.uchile.cl/CDA/texto_simple2/0,1255,SCID%253D14078%2526ISID%253D499,00.html
Artículo «Edward Hopper y el ocaso del sueño americano«, En HETEROGÉNESIS Nº 50-51 [SWEDISH-SPANISH] _ Revista de arte contemporáneo. TIDSKRIFT FÖR SAMTIDSKONST http://www.heterogenesis.se/Ensayos/Vasquez/Vasquez2.htm
Artículo «Alfred Jarry: patafísica, virtualidad y heterodoxia«, ZONA MOEBIUS, United Nations Educational, Scientific and Cultural Organization, año 3 / noviembre – diciembre 2005. http://www.zonamoebius.com/02.nudos-y-senales/avr_1004_jarry.htm
Artículo “Baudrillard; cultura, narcisismo y régimen de mortandad en el sistema de los objetos”, en Almiar Margen Cero, Madrid, diciembre 2006. http://www.margencero.com/articulos/articulos3/baudrillard.htm Artículo «Francis Bacon; el desgarro de la carne y la deriva del yo«, en Psikeba – Revista de Psicoanálisis y Estudios Culturales, BUENOS AIRES, ISSN 1850-339X, 2006.
http://www.psikeba.com.ar/articulos/AVRbacon.htm
Artículo «Baudrillard; cultura, narcisismo y régimen de mortandad en el sistema de los objetos» , en Revista Almiar, MARGEN CERO (MADRID; ESPAÑA) / Nº 31 / diciembre 2006 – enero 2007. http://www.margencero.com/articulos/articulos3/baudrillard.htm
Artículo «El vértigo de la sobremodernidad; «no lugares», espacios públicos y figuras del anonimato«, en DU&P REVISTA DE DISEÑO URBANO Y PAISAJE, UNIVERSIDAD CENTRAL DE CHILE, FACULTAD DE ARQUITECTURA, URBANISMO Y PAISAJE , FAUP, ISSN 0717- 9758, Volumen IV, Nº10, 2007. http://www.ucentral.cl/Sitio%20web%202003/Revista%20Farq/10_vertigo_delasobremodernidad.htm http://www.ucentral.cl/Sitio%20web%202003/Revista%20Farq/pdf/10_vertigo_delasobremodernidad.pdf
Artículo «Baudrillard; de la metástasis de la imagen a la incautación de lo real«, En EIKASIA. Revista de Filosofía, OVIEDO, ESPAÑA. ISSN 1885-5679, año II, Nº 11 (julio 2007) pp. 53-59. http://www.revistadefilosofia.com/11-02.pdf
Artículo «La Escuela de Londres o ‘Pintura del desastre’; Francis Bacon, Lucien Freud y Frank Auerbach«, en Psikeba – Revista de Psicoanálisis y Estudios Culturales, BUENOS AIRES, 2007, ISSN 1850-339X. http://www.psikeba.com.ar/articulos/AVRescuelalondres.htm
Adolfo Vásquez Rocca –Adolfo Vásquez Rocca Dr. en Filosofía y Estética
MODERNIDAD LÍQUIDA Y FRAGILIDAD HUMANA; DE ZYGMUNT BAUMAN A SLOTERDIJK Por Adolfo Vásquez Rocca.
En “La Modernidad Líquida” Zygmunt Bauman busca explorar cuales son los atributos de la sociedad capitalista que han permanecido en el tiempo y cuales las características que han cambiado. El autor busca así expandir los trazos que eran levemente visibles en las etapas tempranas de acumulación pero que se vuelven centrales en la fase tardía de la modernidad. Una de esas características es la profundización del proceso creciente de individualización social, por ello se discutirá cuales son las posibles alternativas para recrear el espíritu y el accionar comunitario en una era en que las relaciones sociales se han vuelto profundamente líquidas, precarias, transitorias y volátiles.
Modernidad Líquida y Filosofía por Adolfo Vásquez Rocca
La caracterización de la modernidad como un “tiempo líquido” -la expresión, acuñada por Zygmunt Bauman- da cuenta del tránsito de una modernidad “sólida” –estable, repetitiva– a una “líquida” –flexible, voluble– en la que las estructuras sociales ya no perduran el tiempo necesario para solidificarse y no sirven de marcos de referencia para los actos humanos.
Bauman no ofrece teorías o sistemas definitivos, se limita a describir nuestras contradicciones, las tensiones no sólo sociales sino también existenciales que se generan cuando los humanos nos relacionamos.
En principio lo líquido es un concepto positivo. Lo fluido es una sustancia que no puede mantener su forma a lo largo del tiempo. Y ese es el rasgo de la modernidad entendida como la modernización obsesiva y compulsiva. La modernidad sólida es la ya desaparecida, la que mantenía la ilusión de una una solución permanente, estable y definitiva de los problemas, y con ello una cierta inmovilidad o ausencia de cambios, al menos hasta nuevo aviso.
El sentimiento dominante hoy en día es la incertidumbre, inseguridad y vulnerabilidad. Se trata de una particular “precariedad”, la de esa inestabilidad asociada a la desaparición de patrones a los que anclar las certezas.
Modernidad Líquida y Filosofía por Adolfo Vásquez Rocca
Lo “líquido” de modernidad, a su vez, se refiere a la conclusión de una etapa de “incrustación” de los individuos en estructuras “sólidas”, como el régimen de producción industrial o las instituciones democráticas, que tenían una fuerte raigambre territorial.
La incertidumbre en que vivimos se debe también a otras transformaciones entre las que se cuentan: el debilitamiento de los sistemas de seguridad que protegían al individuo, o la renuncia al pensamiento y a la planificación a largo plazo: el olvido se presenta como condición del éxito. Este nuevo marco implica la fragmentación de las vidas, exige a los individuos que sean flexibles, que estén dispuestos a cambiar de tácticas, a abandonar compromisos y lealtades. Bauman también se refiere al miedo a establecer relaciones duraderas y a la fragilidad de los lazos solidarios que parecen depender solamente de los beneficios que generan. Postula que el amor al prójimo, uno de los fundamentos de la vida civilizada y de la moral, ha distorsionado hasta tal punto que se teme a los extraños. Bauman se empeña en mostrar cómo la esfera comercial lo impregna todo, en el sentido de que las relaciones se miden en términos de costo y beneficio -”liquidez” en el sentido financiero.
Antropología y Filosofía política por Adolfo Vásquez Rocca
ESTADOS TRANSITORIOS Y VOLÁTILES DE LAS RELACIONES HUMANAS
La fragilidad de los vínculos humanos.
Bauman explora las consecuencias de la globalización sobre el amor. Se refiere al miedo a establecer relaciones duraderas y a la fragilidad de los lazos solidarios que parecen depender solamente de los beneficios que generan. Postula que el amor al prójimo, uno de los fundamentos de la vida civilizada y de la moral, ha distorsionado hasta tal punto que se teme a los extraños. Bauman se empeña en mostrar cómo la esfera comercial lo impregna todo, en el sentido de que las relaciones se miden en términos de costo y beneficio. A través de audaces y originales reflexiones, Bauman revela las injusticias y las angustias de la modernidad sin abandonarse al pesimismo, confiando en la esperanza humana para superar los problemas de la sociedad líquida.
Lo “líquido” de la modernidad, a su vez, se refiere a la conclusión de una etapa de “incrustación” de los individuos en estructuras “sólidas”, como el régimen de producción industrial o las instituciones democráticas, que tenían una fuerte raigambre territorial. Ahora, “el secreto del éxito reside (…) en evitar convertir en habitual todo asiento particular”. “La apropiación del territorio ha pasado de ser un recurso a ser un lastre, debido a sus efectos adversos sobre los dominadores: su inmovilización, al ligarlos a las inacabables y engorrosas responsabilidades que inevitablemente entraña la administración de un territorio”.
Vivimos un tiempo líquido, señala Zygmunt Bauman, en el que ya no hay valores sólidos sino volubles; en el que los modelos y estructuras sociales ya no perduran lo suficiente como para enraizarse y gobernar las costumbres de los ciudadanos y en el que, casi sin darnos cuenta, hemos ido sufriendo transformaciones y pérdidas como la renuncia al pensamiento, la separación del poder y la política en un mundo en el que el verdadero Estado es el dinero y, entre otros dramas, la renuncia a la memoria, puesto que “el olvido se presenta como condición del éxito”.
Bauman sostiene que nuestras ciudades son metrópolis del miedo, lo cual no deja de ser una paradoja, dado que los núcleos urbanos se construyeron rodeados de murallas y fosos para protegerse de los peligros que venían del exterior. Lo que Sloterdijk llamó “la ciudad amurallada” en Esferas II hoy ya no es un refugio, sino la fuente esencial de los peligros.
Adicción a la seguridad y miedo al miedo.
Nos hemos convertidos en ciudadanos “adictos a la seguridad pero siempre inseguros de ella”, lo aceptamos como si fuera lógico, o al menos inevitable, hasta tal punto que, en opinión de Zygmunt Bauman, contribuimos a “normalizar el estado de emergencia”.
Los temores son muchos y variados, reales e imaginarios… un ataque terrorista, las plagas, la violencia, el desempleo, terremotos, el hambre, enfermedades, accidentes, al otro… Gentes de muy diferentes clases sociales, sexo y edades, se sienten atrapados por sus miedos, personales, individuales e intransferibles, pero también existen otros globales que nos afectan a todos, como el miedo al miedo…
Los miedos nos golpean uno a uno en una sucesión constante aunque azarosa, ellos desafían nuestros esfuerzos (si es que en realidad hacemos esos esfuerzos) de engarzarlos y seguirles la pista hasta encontrar sus raíces comunes, que es en realidad la única manera de combatirlos cuando se vuelven irracionales. El miedo ha hecho que el humor del planeta haya cambiado de manera casi subterránea.
Adolfo Vásquez Rocca
Superfluidad y desvinculación
Bauman sigue desgranando las ideas que le han hecho popular en el mundo intelectual. Conceptos como el de “modernidad líquida”, que explican cómo vivimos en plena era del cambio y del movimiento perpetuo: “los sólidos conservan su forma y persisten en el tiempo: duran, mientras que los líquidos son informes y se transforman constantemente: fluyen. Como la desregulación, la flexibilización o la liberalización de los mercados”. O conceptos tan provocadores y desolados como el de “desechos humanos” para referirse a los parados, que hoy son considerados, a su juicio, “gente superflua, excluida, fuera de juego”. Explica Bauman que hace medio siglo los desempleados formaban parte de una suerte de reserva del trabajo activo que aguardaba en la retaguardia del mundo laboral una oportunidad. Ahora, en cambio, “se habla de excedentes, lo que significa que la gente es superflua, innecesaria, porque cuantos menos trabajadores haya, mejor funciona la economía. Esta es una consecuencia de la globalización. La otra es que eres realmente superfluo. Para la economía sería mejor si desaparecieras. Es el Estado del desperdicio, el pacto con el diablo: la decadencia física, la muerte es una certidumbre que azota. Es mejor desvincularse rápido, los sentimientos pueden crear dependencia. Hay que cultivar el arte de truncar, de desconectarse, de anticipar la decrepitud, saber cancelar los contratos a tiempo, desvincularse.
Decrepitud; estados transitorios y volátiles.
El amor, y también el cuerpo decaen. El cuerpo no es una entelequia metafísica de nietzscheanos y fenomenólogos. No es la carne de los penitentes ni el objeto de la hipocondría dietética. Es el jazz, el rock, el sudor de las masas. Contra las artes del cuerpo, los custodios de la vida sana hacen del objeto la prueba del delito. La “mercancía”, el objeto malo de Mélanie Klein aplicado a la economía política, es la extensión del cuerpo excesivo. Los placeres objetables se interpretan como muestra de primitivismo y vulgaridad masificada.
Filosofía y modernidad Adolfo Vásquez Rocca
¿Quién soy? Esta pregunta sólo puede responderse hoy de un modo delirante, pero no por el extravío de la gente, sino por la divagación infantil de los grandes intelectuales. Para Bauman la identidad en esta sociedad de consumo se recicla. Es ondulante, espumosa, resbaladiza, acuosa, tanto como su monótona metáfora preferida: la liquidez. No sería mejor hablar de una metáfora de lo gaseoso. Porque lo líquido puede ser más o menos denso, más o menos pesado, pero desde luego no es evanescente. Me gusta pensar que soy más denso- como la imagen de la Espuma que propone Sloterdijk para cerrar su trilogía, allí con la implosión de las esferas– se intenta dar cuenta del carácter multifocal de la vida moderna, de los movimientos de expansión de los sujetos que se trasladan y aglomeran hasta formar espumas donde se establecen complejas y frágiles interrelaciones, carentes de centro y en constante movilidad expansiva o decreciente.
Adolfo Vásquez Rocca
Universidad Católica de Valparaíso – Universidad Complutense de Madrid
Dr. Adolfo Vásquez Rocca
ADOLFO VÁSQUEZ ROCCA. Doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso; Postgrado Universidad Complutense de Madrid, Departamento de Filosofía IV, Teoría del Conocimiento y Pensamiento Contemporáneo. Áreas de Especialización: Antropología y Estética. Profesor de Postgrado del Instituto de Filosofía de la PUCV, del Magíster en Etnopsicología, Escuela de Psicología PUCV, Profesor de Antropología y de Estética en el Departamento de Artes y Humanidades de la UNAB. Profesor asociado al Grupo Theoria, Proyecto europeo de Investigaciones de Postgrado. Director de la Revista Observaciones Filosóficas http://www.observacionesfilosoficas.net/. Secretario de Ejecutivo de PHILOSOPHICA, Revista del Instituto de Filosofía de la PUCV http://www.philosophica.ucv.cl/editorial.htm, Editor Asociado de Psikeba —Revista de Psicoanálisis y Estudios Culturales, Buenos Aires— http://www.psikeba.com.ar/, miembro del Consejo Editorial de Escaner Cultural —Revista de arte contemporáneo y nuevas tendencias— http://www.escaner.cl/ y Director del Consejo Consultivo Internacional de Konvergencias, Revista de Filosofía y Culturas en Diálogo.
Dr. Adolfo Vásquez Rocca
http://www.psikeba.com.ar/obras/AVR/autor.htm
MODERNIDAD LÍQUIDA Y FRAGILIDAD HUMANA; DE ZYGMUNT BAUMAN A SLOTERDIJK
SLOTERDIJK Y HEIDEGGER; HIPERPOLÍTICA Y CRÍTICA DEL IMAGINARIO FILOAGRARIO
SLOTERDIJK; DE LA ONTOLOGÍA DE LAS DISTANCIAS AL SURGIMIENTO DEL ‘PROVINCIANISMO GLOBAL’
EL HIPERTEXTO Y LAS NUEVAS RETORICAS DE LA POSTMODERNIDAD
MODERNIDAD LÍQUIDA Y FRAGILIDAD HUMANA; DE ZYGMUNT BAUMAN A SLOTERDIJK
BAUDRILLARD; METÁSTASIS DE LA IMAGEN, SIMULACIÓN, SIMULACROS E HIPERREALIDAD Por Adolfo Vásquez Rocca
Jean Baudrillard; metástasis de la imagen
Dr. Adolfo Vásquez Rocca
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso – Universidad Complutense de Madrid
Los escritos de Baudrillard, tributan a una obsesión que ya estaba en sus primeros libros: el signo y sus espejos, el signo y su producción febril en la sociedad de consumo, la virtualidad del mundo y La transparencia del mal. En La economía política del signo estudiaba con un enfoque materialista la mercantilización del signo; en sus libros posteriores (Las estrategias fatales, El crimen perfecto), volverá sobre su argumento con una torsión crítica: de qué forma la mercancía y la sociedad contemporánea están consumida por el signo, por un artefacto que suplanta y devora poco a poco lo real, hasta hacerlo subsidiario. Lo real existe por voluntad del signo, el referente existe porque hay un signo que lo invoca. Vivimos en un universo extrañamente parecido al original -las cosas aparecen replicadas por su propia escenificación -señala Baudrillard.
El sistema del arte, la forma sentimental de la mercancía y la desilusión imaginaria del mundo.
Baudrillard, un escritor fascinado por los rituales de la imagen en las sociedades posmodernas, consideraba que la mayor dificultad al hablar de arte contemporáneo es la resistencia que este mismo ofrece a ser visto1, esto es, a su voluntad de sustraerse al secuestro de la mirada, a un circular sin dejar huella, de resistirse al rito contemplativo de la pintura y a la tradición reificadora del consumo artístico2, a su acosamiento sistemático en su acepción mercantil del cuadro como objeto de transacción y bien atesorable, su obstinación por no ser subsumido bajo el régimen de la visualidad de masas, bajo el melancólico designio de ser la forma sentimental de la mercancía.
La pintura se reniega, se parodia, se vomita a sí misma en deyecciones plastificadas, vitrificadas, congeladas. Los artistas visuales y conceptuales contemporáneos no consienten en que sea el Sistema de las Artes –con sus Instituciones y funcionarios– quien se ocupe de la administración e inmortalización del desecho.
En un mundo dirigido a la indiferencia, el arte no puede más que contribuir a esta indiferencia: girar en torno al vacío de la imagen, del objeto que ya dejó de serlo. Así, el cine de autores como Wenders, Jarmusch, Antonioni, Godard, o Ruiz, explora por medio de sus imágenes la insignificancia del mundo, contribuyendo con ello a su desdramatización, a su provisional puesta entre paréntesis, a su ralentización. Un cine de la incomunicación, sin tensión dramática, contemplativo, que se sustrae a los dogmas de la teoría del conflicto central 3 y al vértigo de los acontecimientos, un cine que se corresponde la imagen del mundo como una gran cámara de vacío y de descompresión.4 Otros autores, como el británico Peter Greenaway, con medios disímiles hacen algo semejante al reemplazar el vacío de la imagen bajo la forma de una maquinación barroca, por medio de una agitación frenética y ecléctica contribuyen de igual forma a la desilusión imaginaria del mundo.
Liberados de lo real, podemos pintar más real que lo real: hiperreal. Precisamente todo comenzó con el hiperrealismo y el pop Art, con el ensalzamiento de la vida cotidiana a la potencia irónica del realismo fotográfico. Hoy, esta escalada incorpora indiferenciadamente todas las formas de arte y todos los estilos, que entran en el campo trans-estético de la simulación.
Adolfo Vásquez Rocca
Simulacros: El juego de las apariencias y la incautación de lo real.
Para Baudrillard la peor de las alienaciones no es ser despojado por el otro, sino estar despojado del otro; es tener que producir al otro en su ausencia y, por lo tanto, enviarlo a uno mismo. Si en la actualidad estamos condenados a nuestra imagen, no es a causa de la alienación, sino de su fin, es decir, de la virtual desaparición del otro, que es una fatalidad mucho peor.
Ver y ser vistos, esa parece ser la consigna en el juego translúcido de la frivolidad. El así llamado momento del espejo, precisamente, es el resultado del desdoblamiento de la mirada, y de la simultánea conciencia de ver y ser visto, ser sujeto de la mirada de otro5, y tratar de anticipar la mirada ajena en el espejo, ajustarse para el encuentro. La mirada, la sensibilidad visual dirigida, se construye desde esta autoconciencia corpórea, y de ella, a la vez, surge el arte, la imagen que intenta traducir esta experiencia sensorial y apelar a la sensibilidad en su receptor.
Filosofía Posmoderna y Estétca – Dr. Adolfo Vásquez Rocca
No existe ya la posibilidad de una mirada, de una mirada de aquello que suscita la mirada, porque, en todos los sentidos del término, aquello otro ha dejado de mirarnos. El mundo ya no nos piensa, Tokio ya no nos quiere6. Si ya no nos mira, nos deja completamente indiferentes. De igual forma el arte se ha vuelto por completo indiferente a sí mismo en cuanto pintura, en cuanto creación, en cuanto ilusión más poderosa que lo real. No cree en su propia ilusión, y cae irremediablemente en el absurdo de la simulación de sí mismo.
Baudrillard intuye la evolución de fin de milenio como una anticipación desesperada y nostálgica de los efectos de desrealización producidos por las tecnologías de comunicación. Anticipa el despliegue progresivo de un mundo en el que toda posibilidad de imaginar ha sido abolida. El feroz dominio integral del imaginario sofoca, absorbe, anula la fuerza de imaginación singular.
Baudrillard localiza precisamente en el exceso expresivo el núcleo esencial de la sobredosis de realidad. Ya no son la ilusión, el sueño, la locura, la droga ni el artificio los depredadores naturales de la realidad. Todos ellos han perdido gran parte de su energía, como si hubieran sido golpeados por una enfermedad incurable y solapada7. Lo que anula y absorbe la ficción no es la verdad, así como tampoco lo que deroga el espectáculo no es la intimidad; aquello que fagocita la realidad no es otra cosa que la simulación, la cual secreta el mundo real como producto suyo.
Diseño Alternativo – Fashion – Adolfo Vásquez Rocca
Baudrillard exhausto de la esperanza del fin certifica que el mundo ha incorporado su propia inconclusibilidad. La eternidad inextinguible del código generativo, la insuperabilidad del dispositivo de la réplica automática, la metáfora viral8. La extinción de la lógica histórica ha dejado el sitio a la logística del simulacro y ésta es, según parece, interminable.
Seducción y pornografía; el mundo sin coartada dramática.
El desafío de la diferencia, que constituye al sujeto especularmente, siempre a partir de un otro que nos seduce o al que seducimos, al que miramos y por el que somos vistos, hace que el solitario voyeurista ocupe el lugar del antiguo seductor apasionado. Somos, en este sentido, ser para otros y no sólo por la teatralidad propia de la vida social, sino porque la mirada del otro nos constituye, en ella y por ella nos reconocemos. La constitución de nuestra identidad tiene lugar desde la alteridad, desde la mirada del otro que me objetiva, que me convierte en espectáculo. Ante él estoy en escena, experimentando las tortuosas exigencias de la teatralidad de la vida social. Lo característico de la frivolidad es la ausencia de esencia, de peso, de centralidad en toda la realidad, y por tanto, la reducción de todo lo real a mera apariencia.
La seducción es un desafío, una estrategia que siempre tiende a desconcertar a alguien respecto a su identidad, al sentido que puede adoptar para el. Las apariencias pertenecen a la esfera de la seducción, mucho más allá de las apariencias físicas y el intercambio entre los sexos. La seducción a la que Baudrillard se refiere es “al dominio simbólico de las formas”9 y no al dominio material a través de la estratagema.
La hipertrofia de la comunicación que, paradojalmente, acaba con toda mirada o, como dirá Baudrillard, con toda imagen10 y, por cierto, con todo reconocimiento. El mundo se disfraza detrás de la profusión y la orgía de las imágenes; ésta es otra forma de ilusión.
Nuestro mundo moderno es publicitario en esencia. Tanto así que se podría decir que ha sido inventado nada más que para hacer publicidad en otro mundo. No hace falta creer que la publicidad haya venido después de la mercancía: hay, en el corazón de la mercancía (y por extensión en el corazón de todo nuestro universo de signos) un genio maligno publicitario, un embustero que ha integrado la bufonería de la mercancía y su puesta en escena. Un escenógrafo genial (quizás El Capital mismo) ha dirigido al mundo hacia una fantasmagoría de la que todos somos por fin víctimas fascinadas11.
La tarea del Occidente moderno ha sido la mercantilización del mundo, entregarlo todo al destino de la mercancía, su puesta en escena cosmopolita, su puesta en imágenes, su organización semiológica.12 Lo que hoy se presencia más allá del materialismo mercantil es una semiurgia de todas las cosas a través de la publicidad, los media y las imágenes. Incluso lo banal se estetiza, se culturaliza, se museifica. Todo se dice, se expone, se expresa, todo adquiere fuerza de extroversión y deviene signo. El sistema funciona menos gracias a la plusvalía de la mercancía que a la plusvalía estética del signo13.
Ha habido pues una orgía de lo real y de su crecimiento. Se han recorrido todos los caminos de la producción y de la superproducción de objetos, de signos, de mensajes, de ideologías y placeres. Hoy todo está liberado y las cosas quieren manifestarse. Los objetos técnicos, industriales, mediáticos, todos los artefactos quieren significar, ser vistos, ser leídos, ser registrados, ser fotografiados de manera obscena.
Adolfo Vásquez Rocca
El espectáculo está relacionado con esta obscenidad. Cuando se está en la obscenidad ya no hay escena, la distancia de la mirada se borra. Como en la pornografía: está claro que allí el cuerpo aparece totalmente realizado.14 Puede que la definición de la obscenidad sea el devenir real, absolutamente real, de algo que, hasta entonces, estaba metaforizado o tenía una dimensión metafórica. La sexualidad -al igual que la seducción- siempre tiene una dimensión metafórica. En la obscenidad, los cuerpos, los órganos sexuales, el acto sexual, son brutalmente no ya “puestos en escena”, sino ofrecidos de forma inmediata a la vista, siendo absorbidos y reabsorbidos al mismo tiempo.
Ahora, lo que vale para los cuerpos, vale para la mediatización de un acontecimiento, para las colisiones de la información. Cuando las cosas devienen demasiado reales, cuando aparecen inmediatamente dadas, cuando nos hallamos en ese colapso que hace que tales cosas se aproximen cada vez más, nos hallamos en la obscenidad. La maldición que pesa sobre nosotros es la hipercercanía, donde todo resulta inmediatamente realizado, tanto nosotros como las cosas. Y este mundo demasiado real es obsceno.
En un mundo así, ya no existe comunicación, sino contaminación viral, todo se contagia de manera inmediata. Es lo que expresa la palabra promiscuidad, todo esta ahí, de inmediato, serializado, sin distancia, si encanto y, peor aún, sin auténtico placer.
Ahí aparecen los dos extremos: la obscenidad y la seducción, como muestra el arte, que es uno de los terrenos de la seducción. A un lado está el arte capaz de inventar una escena diferente de la real, una regla de juego diferente, y al otro el arte realista, que ha caído en una especie de obscenidad al hacerse descriptivo, objetivo o mero reflejo de la descomposición, de la fractalidad del mundo.
Baudrillard, como muestra este análisis, supo desafiar las formas de lo inhumano en el mundo contemporáneo: la abstracción del capital, la ironía de la moda, la ritualidad del terrorismo, la obscenidad de la información, temas que más que suscribir un programa filosófico convocan un imaginario y dan cuenta de un particular estado de ánimo, el de la posmodernidad. De allí que la literatura del futuro esté mucho más cerca de las obras de Baudrillard, que de las novelas de ciencia ficción que actualmente infestan el mercado. Los libros de Baudrillard también pueden ser leídos como indagaciones detectivescas que en cierta forma pueden recordar las ironías de Alphaville de Godard, como una literatura que narra y piensa, que abarca los fenómenos despojados definitivamente de una coartada dramática.
Adolfo Vásquez Rocca
Doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso; Postgrado Universidad Complutense de Madrid, Departamento de Filosofía IV, Teoría del Conocimiento y Pensamiento Contemporáneo. Áreas de Especialización: Antropología y Estética. Profesor de Postgrado del Instituto de Filosofía de la PUCV, del Magíster en Etnopsicología, Escuela de Psicología PUCV, Profesor de Antropología y de Estética en el Departamento de Artes y Humanidades de la UNAB. Profesor asociado al Grupo Theoria, Proyecto europeo de Investigaciones de Postgrado. Director de la Revista Observaciones Filosóficas http://www.observacionesfilosoficas.net/. Secretario de Ejecutivo de PHILOSOPHICA, Revista del Instituto de Filosofía de la PUCV http://www.philosophica.ucv.cl/editorial.htm, Editor Asociado de Psikeba —Revista de Psicoanálisis y Estudios Culturales, Buenos Aires— http://www.psikeba.com.ar/, miembro del Consejo Editorial de Escaner Cultural —Revista de arte contemporáneo y nuevas tendencias— http://www.escaner.cl/ y Director del Consejo Consultivo Internacional de Konvergencias, Revista de Filosofía y Culturas en Diálogo.
1BAUDRILLARD, Jean, Illusion, désillusion esthétique. Sens & Tonka. París, 1997, p. 46
2VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, “La crisis de las Vanguardias artísticas y el debate Modernidad-Postmodernidad”, En Arte, Individuo y Sociedad. Revista Científica de la Facultad de Bellas Artes, Universidad Complutense de Madrid – Año 2005 – vol. 17. ISSN 1131-5598 pp.133 – 154 http://www.ucm.es/BUCM/revistas/bba/11315598/articulos/ARIS0505110135A.PDF
3 VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, “Raúl Ruiz; L’enfant terrible de la vanguardia parisina”, en Revista Almiar Margen Cero (Madrid; España) / Nº 28 / junio-julio, 2006. http://www.margencero.com/articulos/articulos2/raul_ruiz.htm
4 VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, «Baudrillard; Cultura, simulacro y régimen de mortandad en el Sistema de los objetos», En Eikasia, Revista de Filosofía, ISSN 1885-5679 – Oviedo, España, año II – número 9 – marzo 2007 http://www.revistadefilosofia.com/94.pdf
5BAUDRILLARD, Jean, El otro por sí mismo, Anagrama, Barcelona, 1994
6LORIGA, Ray, Tokio ya no nos quiere, Plaza & Janes. Colección Ave Fénix. Barcelona, 1999.
7BAUDRILLARD, Jean, Cultura y simulacro, Ed. Kairós, Barcelona, 1993
8VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, “La Metáfora Viral en William Burroughs; Postmodernidad, compulsión y Literatura conspirativa”, En Qì Revista de pensamiento cultura y creación, Año VII – Nº8, 2006, pp. 118 a 124, Universidad Carlos III de Madrid.
9BAUDRILLARD, Jean, Contraseñas, Ed. Anagrama, Barcelona, 2002, p. 32
10BAUDRILLARD, Jean, El otro por sí mismo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1997.
11BAUDRILLARD, Jean, «Duelo», Fractal N° 7, octubre-diciembre, 1997, año 2, volumen II, pp. 91-110.
12BAUDRILLARD, Jean, La transparencia del mal, Ed. Anagrama, Barcelona, 2001, p. 22
13Ibid.
14BAUDRILLARD, Jean, Contraseñas, Ed. Anagrama, Barcelona, 2002, p. 35
Ver:
Vásquez Rocca, Adolfo, Artículo «Baudrillard; Cultura, simulacro y régimen de mortandad en el Sistema de los objetos.», En Cuaderno de Materiales, Revista de Filosofía,
UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID, Nº 22, 2007.
http://www.filosofia.net/materiales/articulos/a_baudrillard_vasquez.html
Artículo «Baudrillard; de la metástasis de la imagen a la incautación de lo real«, En EIKASIA. Revista de Filosofía, OVIEDO, ESPAÑA. ISSN 1885-5679, año II, Nº 11 (julio 2007) pp. 53-59.
http://www.revistadefilosofia.com/11-02.pdf
http://www.espacioluke.com/2007/Abril2007/vasquez.html
OBSERVACIONES FILOSOFICAS – Revista de Filosofía
Jean Baudrillard; De la metástasis de la imagen a la seducción de lo hiperreal.
EL NIETZSCHE DE PETER SLOTERDIJK; Del “superhumanismo de Nietzsche” al kitsch en la política fascista. Por Adolfo Vásquez Rocca
Nietzsche: La ficción del sujeto y las seducciones de la gramática – Por Adolfo Vásquez Rocca
JEAN BAUDRILLARD; METÁSTASIS DE LA IMAGEN, SIMULACROS E HIPERREALIDAD
Filosofía Posmoderna y Estétca – Dr. Adolfo Vásquez Rocca
LA SOCIEDAD DEL ESPECTÁCULO Y EL ODIO A LOS INTELECTUALES por Adolfo Vásquez Rocca
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso – Universidad Complutense de Madrid.
El carácter distintivo del American way of life se escenifica en las formas del distanciamiento, en el paisaje – grandes desiertos y carreteras de ese país que deja entrever una profunda soledad – en las inclinaciones thanáticas que yacen bajo el optimismo americano y en la decrepitud del capitalismo tardío en la tierra de las oportunidades. Así, los Estados Unidos han realizado la desterritorialización de la identidad, la diseminación del sujeto y la neutralización de todos los valores y, si se quiere, la muerte de la cultura bajo el régimen de la mortandad de los objetos.
Cultura y simulacro por Adolfo Vásquez Rocca
1. – El American way of life o los estilos de la última sociedad primitiva contemporánea.
El carácter distintivo del American way of life, de la última sociedad primitiva contemporánea se escenifica en las formas del distanciamiento, en el paisaje, en los grandes desiertos y carreteras de ese país que deja entrever una profunda soledad, las inclinaciones thanáticas que yacen bajo el optimismo americano; la decrepitud del capitalismo tardío en la tierra de las oportunidades, del american dream convertido en el insomnio incontenible de la banalidad y la indiferencia. Los Estados Unidos han realizado la desterritorialización de la identidad, la diseminación del sujeto y la neutralización de todos los valores y, si se quiere, la muerte de la cultura bajo el régimen de la mortandad de los objetos.
En este sentido es una cultura ingenua y primitiva, no conoce la ironía, no se distancia de sí misma, no ironiza sobre el futuro ni sobre su destino; ella sólo actúa y materializa su política de Estado. Norteamérica realiza así sus sueños y sus pesadillas.
Los norteamericanos repudian la sofisticación. El anti-intelectualismo subyace a la idea de América. En lugar del intelectual —del teórico— el ciudadano medio americano tiene en mayor estima al hombre de sentido común y de conocimientos prácticos. Una figura al estilo de Edison. En cada americano hay un empresario. La disposición para el trabajo práctico impera junto al afán de logro, la disciplina y las observancias religiosas. Un colegio que pusiera su acento en la erudición y la sensibilidad artística más que en el fortalecimiento de la personalidad y el pragmatismo sería visto con reticencia.
Así, en los inicios de la historia norteamericana las humanidades, la literatura y el conocimiento teórico y especulativo en general, fueron estigmatizados como una prerrogativa de la aristocracia. La cultura pragmática a la americana induce a la supresión de las asignaturas de humanidades de los planes de estudio antes o durante la universidad. Los Máster son americanos o inspirados en Estados Unidos. Los jóvenes sueñan en culminar su preparación en USA mientras la universidad europea ha tomado una deriva empresarial a su semejanza.
Adolfo Vásquez Rocca
Algo similar a lo que ocurre en los países latinoamericanos que han importado este modelo «cosificador» para la reforma de los planes y programas de educación cuyo énfasis está ahora en los estudios técnico-profesionales por sobre las humanidades. El objetivo ha sido promover una sociedad centrada en las cosas, en su manipulación en función de las utilidades, en los saberes prácticos. Ahora mismo, la educación norteamericana en la high school se encuentra en manos de “educadores” que no ocultan su hostilidad al intelectualismo, declarándose más identificados con el modelo de pensamiento concreto propio de los niños. De hecho, Estados Unidos es un país tan anti-intelectual como “infantil”, concebido y construido para grandes masas infantilizadas. En ningún otro país se acomodaría mejor una empresa como Disney o las obscenas cadenas de fast-food o unas superproducciones como las de Spielberg concebidas con alma y mente de matiné. Ahora bien, en defensa de la “industria del entretenimiento” cabe puntualizar que ésta no le impone sus formas de banalidad a un público que no la desea.
Adolfo Vásquez Rocca
Sería un error minimizar la relación entre estos fenómenos y el origen de la personalidad narcisista, que no conoce límites entre ella misma y el mundo que exige la gratificación inmediata de sus deseos, así como la erosión de la vida intima tenida lugar a través de la relaciones sociales que se tratan como pretextos para la expresión de la propia personalidad. La transformación de la vida pública en un ámbito donde “la persona puede escapar a las cargas de la vida familiar idealizada… mediante un tipo especial de experiencia, entre extraños o, más importante aún, entre personas destinadas a permanecer siempre como extraños”, y donde una silenciosa y pasiva masa de espectadores observa la extravagante expresión de la personalidad de unos pocos en la «sociedad del espectáculo», donde los medios de «comunicación» nos escamotean y disuelven el presente con las fanfarrias del último estelar televisivo.
La construcción del sentido social se desplaza del espacio de la política, hacia un mundo que no tiene historia, sólo pantalla. Son las nuevas formas de producción, las de un nuevo universo simbólico en donde se resignifican las viejas utopías mediante un proceso de descontextualización que las convierte en imágenes sin historia; en mercancías.
En esos mismos medios de comunicación se desplazan hoy los actores políticos jugando su rol hegemónico en la construcción de sentido en tanto perpetran el secuestro de nuestra moral. La fe pública violada ha creado las condiciones para el desprestigio de lo político y con ello el de nuestras instituciones; qué puede extrañar entonces del robo hormiga de las grandes transnacionales, la extorsión «irrepresentable», sólo cognoscible por medio de una compleja organización multinacional articulada según un modelo gansteril. Nuestra vida cotidiana esta así signada por las abusivas relaciones mercantiles que experimentan una creciente densidad así como una significativa disminución de las relaciones interpersonales sin fines de lucro.
Lipovetsky intelectuales franceses por Adolfo Vásquez Rocca
Pese a todo, incluso la personalidad de las celebridades esta sujeta a los procesos de obsolescencia y caducidad, al fenómeno postmoderno de la “sacralidad impersonal”. La obsolescencia de los objetos se corresponde con la de los rock stars y gurús intelectuales; con la multiplicación y aceleración en la rotación de las “celebridades”, para que ninguna pueda erigirse en «ídolo personalizado y canónico». El exceso de imágenes, el entusiasmo pasajero, determinan que cada vez haya más «estrellas» y menos inversión emocional en ellas, los revival son fenómenos de «nostalgia decretada» ideadas como estrategias de marketing por algún ejecutivo de una compañía multimedia.
La sociedad del espectáculo y el odio a los intelectuales
Más allá de la “sociedad del espectáculo” y “el imperio de lo efímero” se instala la “norma de consumo” en el plano de las necesidades sociales, también gobernadas por dos mercancías básicas: la vivienda estandarizada, lugar privilegiado de consumo, y el automóvil como medio de transporte compatible con la separación entre el hogar y el sitio de trabajo. Ambas mercancías —y en especial, desde luego, el automóvil— fueron sometidas a la producción masiva y la adquisición de ambas exige una «amplia socialización de las finanzas» bajo la forma de nuevas o ampliadas facilidades de crédito (compra a plazos, créditos, hipotecas, etc.). Más aún, «las dos mercancías básicas del proceso de consumo masivo crearon complementariedades (crédito hipotecario y automotriz) que producen una gigantesca expansión de las mercancías, apoyada por una diversificación sistemática de los valores de uso. El individuo se ve obligado a elegir permanentemente, a tomar la iniciativa, a informarse, a probarse, a permanecer joven, a deliberar acerca de los actos más sencillos: qué automóvil comprar, qué película ver, qué libro leer, qué régimen o terapia seguir. El consumo obliga a hacerse cargo de sí mismo, nos hace «responsables», se trata así de un sistema de participación ineludible.
2.- Cronotopías de la Intimidad y desterritorialización de la identidad
De este modo, han sido los medios de comunicación, y especialmente la televisión, quienes han tomado a su cargo, de modo prioritario, la construcción pública de una «nueva» intimidad que se ofrece como un consumo cultural fuertemente jerarquizado. Están allí por supuesto los diversos modelos de “novela familiar», incluso -aunque minoritariamente- los que contrarían la «norma» heterosexual, la gama completa -y estereotípica- de los avatares de la domesticidad, desde el decálogo de usos y costumbres al de la moda y la decoración, de los preceptos elementales de la nutrición a la cocina gourmet de alta sofisticación. La interioridad física y emocional se cultiva tanto desde la salud -cuyo desfile de «expertos es abrumador- como desde la gimnasia, la meditación, el yoga y toda suerte de «tecnologías» próximas al foucaultiano “cuidado de sí», incluida, por supuesto, la confesión de los más íntimos pecados (de los otros). Mención aparte merece la sexualidad, transitada desde la medicina o la consultoría -las Confesiones de Cosmopolitan aúnan, emblemáticamente, el «consejo experto» y la confesión- a la ficción «testimonial» -Real sex- o las «instrucciones de uso» del tipo Sex and the city, sin contar la chismografía instituida con rubro fijo u ocasional. Un paso más allá, el sexo se ofrece para todo público en las múltiples formas de la pornografía «soft» y “hard», sumado a una especie de desencadenamiento verbal y visual apto para toda circunstancia, que no vacila en infringir el «horario de protección al menor».
Diseño de moda y Estética por Adolfo Vásquez Rocca
Pero aún otro umbral de la intimidad mediática fue cruzado de modo innovador hace ya más de una década por el reality show, que introdujo el protagonismo «en vivo» de los seres comunes, desde la actuación que pretendía recrear la propia peripecia ocurrida «en la vida real» bajo cámara -difuminando así la frontera entre testimonio y ficción- hasta «Gran Hermano» y sus epígonos, donde un ojo orbital cumplía aparentemente el sueño de velar, noche y día, sobre los menores movimientos, físicos y psíquicos, de un grupo conviviendo en la más abrumadora cotidianeidad.
Baudrillard por Adolfo Vásquez Rocca
Dr. Adolfo Vásquez Rocca
Doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso; Postgrado Universidad Complutense de Madrid, Departamento de Filosofía IV, Estética y Pensamiento Contemporáneo. Profesor de Postgrado del Instituto de Filosofía de la PUCV, Profesor de Antropología y de Estética en el Departamento de Artes y Humanidades de la Universidad Andrés Bello UNAB. En Octubre de 2006 y 2007 es invitado por la Fundación Hombre y Mundo y la UNAM a dictar un Ciclo de Conferencias en México. Profesor visitante de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Profesor asociado al Grupo Theoria, Proyecto europeo de Investigaciones de Postgrado UCM.
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Adolfo Vásquez Rocca
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Artículos Relacionados:
Adolfo Vásquez Rocca
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http://revista.escaner.cl/node/473
Adolfo Vásquez Rocca, «El vértigo de la sobremodernidad. Ciudades del anonimato; diáspora, cronotopías y cartografía de las emociones escindidas”,
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http://www.heterogenesis.se/Ensayos/Vasquez/Vasquez4.htm
Artículo «Baudrillard; de la metástasis de la imagen a la incautación de lo real«, En EIKASIA. Revista de Filosofía, OVIEDO, ESPAÑA. ISSN 1885-5679, año II, Nº 11 (julio 2007) pp. 53-59.
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Artículo «La evolución del mundo como una fiesta de suicidas; Sloterdijk y el pesimismo metodológico.«, En Luke, Revista de Arte y Literatura Contemporánea, N º 86, junio, 2007, (MADRID; ESPAÑA).
http://www.espacioluke.com/2007/Junio2007/vasquez.html
ESTÉTICA Y DISTORSIONES URBANAS; ARTE, BASURA Y RECICLAJE Por Adolfo Vásquez Rocca
Adolfo Vásquez Rocca
Dr. José Luis Pardo
Profesor titular de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
April is the cruellest month, breeding
Lilacs out of the dead land…
T.S . Eliot, The Waste Land
Compilador: Dr. Adolfo Vásquez Rocca
NUNCA FUE TAN HERMOSA LA BASURA
El Libro Primero de El Capital, de Marx, comienza diciendo: «La riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como «una inmensa acumulación de mercancías»». Nosotros tendríamos que decir, hoy, que la riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como una inmensa acumulación de basuras. En efecto, ninguna otra forma de sociedad anterior o exterior a la moderna ha producido basuras en una cantidad, calidad y velocidad comparables a las de las nuestras. Ninguna otra ha llegado a alcanzar el punto que han alcanzado las nuestras, es decir, el punto en el que la basura ha llegado a convertirse en una amenaza para la propia sociedad. Y no es que las sociedades pre-industriales no generasen desperdicios, pero sus basuras eran predominantemente orgánicas, y la naturaleza, los animales urbanos y los vagabundos las hacían desaparecer –las reciclaban o las digerían– a un ritmo razonable (aunque sobre esto nos hacemos, también a menudo, ideas muy idílicas). Las ciudades industriales modernas, en cambio, se caracterizan por una acumulación sin precedentes de población y por la aparición masiva de un nuevo tipo de residuos, de carácter industrial, y ambos factores constituyen la obsolescencia de los modos tradicionales, casi inconscientes, de tratamiento de las basuras. Hay en ellas, al mismo tiempo, una enorme proporción de desechos cuyo reciclaje no puede abandonarse en manos de procesos espontáneos o naturales, y una parte significativa de la población que no consigue integrarse directa ni indirectamente en los procesos productivos y consuntivos, que carece de lugar social y que ha perdido el estatuto del que disfrutaba o que padecía en las formas tradicionales de organización política. Y esto, como dice la cita de Marx con la que he comenzado, ha de entenderse sin duda como «síntoma de riqueza». Nietzsche decía aún más, decía que «los desechos, los escombros, los desperdicios no son algo que haya que condenar en sí: son una consecuencia necesaria de la vida. El fenómeno de la décadence es tan necesario como cualquier progreso y avance de la vida: no está en nuestras manos eliminarlo (…) E incluso en medio de su mejor fuerza, [una sociedad] tiene que producir basura y materiales de desecho» (Fragmentos Póstumos de la primavera de 1888). Y tantos más desechos –en cantidad y en calidad– cuanto más rica, más enérgica y más audaz sea… Sí, la basura es un síntoma de riqueza. Porque riqueza significa despilfarro, derroche, excedente (y, al contrario, las sociedades sin basura –las ciudades tradicionales de las que acabamos de hablar– revelan una economía de subsistencia, de escasez, en la cual nada sobra y todo se aprovecha).
Precisamente por eso, las sociedades modernas, por estar presididas por una suerte de principio malthusiano según el cual la basura crece más rápidamente que los medios para reciclarla de modo tradicional, necesitan disponer de tierras baldías, vertederos y escombreras en donde depositar las basuras para quitarlas de en medio y poder seguir viviendo, seguir desperdiciando sin ahogarse entre sus propios residuos. Y junto a estos no-lugares urbanos (por utilizar la afortunada terminología del antropólogo Marc Augé, sobre la que en seguida volveré) es preciso también disponer de no-lugares sociales a los que pueda trasladarse la población sobrante que los sistemas productivos y consuntivos no pueden absorber (suburbios, chabolas, favelas, guetos, campamentos, etc.). «Basura» es lo que no tiene lugar, lo que no está en su sitio y, por tanto, lo que hay que trasladar a otro sitio con la esperanza de que allí pueda desaparecer como basura, reactivarse, reciclarse, extinguirse: lo que busca otro lugar para poder progresar. En su obra Wasted Lives (cuyo título propongo traducir al castellano como «Vidas-basura»), el veterano sociólogo Zygmunt Bauman ha explicado que la actual crisis de la modernidad se expresa al mismo tiempo de estas dos maneras: por una parte, los problemas de contaminación (y especialmente, por su simbolismo, el problema que representan los residuos de origen nuclear) han alcanzado un punto de inflexión en el momento en el que se ha descubierto que el planeta estaba lleno, que ya no había más Waste Lands adonde trasladar los residuos para quitarlos de en medio; por otra parte, la emigración, que era la salida tradicional para las poblaciones residuales a las que el progreso industrial y post-industrial desplazaba y dejaba sin papel alguno que representar, ha dejado de ser una solución practicable, porque ahora todos los lugares sociales del mundo están ocupados, no hay puestos libres en donde colocar a los que están de más.
Los movimientos migratorios y los traslados de basura tienen, por tanto, esto en común: se trata de encontrar un sitio –en otro lugar– para aquello que no lo tiene –en este lugar–. Por tanto, el presupuesto de estos movimientos de traslación es que cada cosa tiene su sitio y que hay un sitio para cada cosa. Rafael Sánchez Ferlosio ha propuesto llamar al orden generado por este presupuesto el orden del destino, y esta propuesta tiene una doble pertinencia. Por una parte, nos recuerda el significado originario del vocablo «destino», que es precisamente ése: un esquema en el cual a cada cosa se le asigna un lugar –su destino, el lote que le corresponde por designio de los dioses, de la Moira, de las Parcas o de la naturaleza– que es su porvenir ineludible, su fin fatal. Por otra, esta designación es coherente en primer lugar con el hecho de que las regiones a donde se trasladan los emigrantes se denominan «países de destino», no solamente en el sentido trivial de que allí es adonde se dirigen, sino también en el sentido de que allí es donde podrán «labrarse un porvenir», de que van a sus lugares de destino en busca de un porvenir que les está negado en sus lugares de procedencia. Van allí, por tanto, en busca de su identidad, para llegar a ser quienes son (cosa que todavía no saben y que nunca descubrirán si se quedan en donde no tienen porvenir). Y la denominación sigue siendo coherente, en segundo lugar, con las basuras industriales: no se las puede dejar allí donde se generan porque allí no están en su sitio ni tienen porvenir ninguno. Es preciso trasladarlas a una tierra baldía en donde tengan porvenir, en donde puedan regenerarse, reactivarse, reciclarse, integrarse, en donde puedan llegar a ser otra cosa que lo que son –basuras, desperdicios–, en donde puedan recuperar la identidad que han perdido, en donde puedan crecer las lilas en la tierra muerta y en donde la lluvia primaveral remueva las raíces mas secas. Sí, aunque les cueste a ustedes aceptarlo en principio, «basura» significa también esto: lo que tiene un destino, un porvenir, una identidad secreta y oculta, y que tiene que hacer un viaje para descubrirla, como el príncipe encantado para dejar de ser rana y convertirse en príncipe, como la bestia para vencer el hechizo y volver a ser bella. La observación de Bauman sobre la crisis de la modernidad tardía puede, por tanto, reformularse en estos términos: ¿qué ocurre cuando ya no se puede encontrar un lugar para trasladar aquello que aquí no lo tiene, cuando ya no hay un «país de destino» al que emigrar o en donde labrarse un porvenir? ¿Qué ocurre con la basura cuando se ha quedado sin porvenir, sin esperanza de reciclaje o regeneración, y qué con aquellas poblaciones que han de resignarse a vivir sin esperanza social, cuando la rana comprende que ya nunca será príncipe y la bestia que ya nunca será bella?
Adolfo Vásquez Rocca
Como ven ustedes, aquí no basta con hablar de «crisis de la modernidad» si no se dice al mismo tiempo que lo que ha entrado en crisis es la utopía de un mundo sin basura –un mundo ordenado, en el cual cada cosa esté en su sitio–; que la modernidad, a pesar de ser la sociedad del excedente, del despilfarro, del derroche y de la «inmensa acumulación de basuras», era también la sociedad que soñaba con un reciclaje completo de los desperdicios, con una recuperación exhaustiva de lo desgastado, con un aprovechamiento íntegro de los residuos: la ética protestante del ascetismo y el ahorro siempre fue afín a la ontología capitalista del derroche. O sea, que la sociedad moderna, no menos que la sociedad tradicional o pre-industrial, también quiere «imitar a la naturaleza» (en la cual, según decían los clásicos, «nada se hace en vano», es decir, todo tiene una finalidad y, por tanto, nada se desaprovecha, no hay basura propiamente dicha) y aún «imitar a la divinidad» (pues los dioses no padecen desgaste y, por tanto, no generan desperdicios), aunque tenga que hacerlo por medios mecánicos. Es la modernidad la que ha pensado la naturaleza como una máquina (una máquina perfecta, en la cual cada pieza cumple una función y no hay deterioro) y la que, al identificar lo «natural» con lo «racional», se ha convencido de que, puesto que la naturaleza no deja residuos, esto mismo –el no dejar residuos– es una de las señas distintivas de la racionalidad (de ahí que haya percibido al mismo tiempo como «anti-modernos» y «anti-racionales» a quienes presentan otra imagen de la naturaleza en donde la máquina tiene fallos y produce basura en forma de monstruos, prodigios y excepciones sin destino, sin porvenir ni finalidad)que también debe presidir las construcciones sociales. Esta no es únicamente una idea de ingeniero –una máquina cuyas piezas no se desgastan con el uso o que, al menos, pueden regenerarse y reutilizarse indefinidamente–, sino ante todo una idea de contable: la bestia negra del empresario es justamente el desgaste, el comprobar cómo en cada ciclo productivo el activo se convierte en pasivo, en deuda, en carga, en números negativos que es preciso compensar con las ganancias y que requieren nuevas inversiones, y por lo tanto su ideal es el de un negocio sin pérdidas, el de un balance de resultados siempre equilibrado; en tiempos de inflación galopante, éste es también el infierno del comerciante, que ve cómo cada ganancia obtenida –cada vez que vende un producto a cambio de dinero– se convierte inmediatamente en pérdida, porque la moneda se deprecia de inmediato, y tiene que gastar inmediatamente lo ganado en un nuevo producto para vender, con el que le sucederá implacablemente lo mismo; y es también la pesadilla del consumidor, que experimenta cómo todo lo que compra comienza a perder valor desde el momento preciso en que es adquirido, a perder actualidad, a pasar de moda y a exigir ser rápidamente sustituido por una nueva adquisición que comenzará a descender por la pendiente de la obsolescencia en cuanto pase del escaparate a sus manos…
Adolfo Vásquez Rocca
Y apenas es necesario llamar la atención sobre la más que probable genealogía militar de esta fantasía delirante: un negocio sin pérdidas es la transposición civilizada de una guerra sin bajas (eso mismo que ahora llamamos un «ataque preventivo», que no sólo minimiza tendencialmente hasta cero las víctimas del propio bando, sino que se justifica precisamente como una acción tendente a destruir la capacidad ofensiva del enemigo, es decir, su capacidad de producir bajas en el bando contrario). Napoleón se mofaba de quienes le reprochaban el elevado número de caídos en las filas de sus ejércitos que comportaban sus victoriosas campañas diciendo que una sola noche de permiso de sus soldados en París arrojaba un número de embarazos suficiente para «reponer» las pérdidas y equilibrar la balanza. Los racionalistas del siglo XVII también manejaban el mismo modelo en el cual lo pasivo (las pasiones oscuras y confusas, o sea sucias y residuales) habría de convertirse en activo (las ideas claras y distintas, o sea, limpias), en donde los egoísmos de los lobos hobbesianos en guerra total de todos contra todos se reciclarían en la mansedumbre del pacto social de todos con todos administrado por la mano invisible de un mercado que pondría las cosas en su sitio con tanta justicia como las leyes darwinianas de la evolución colocaban a cada individuo en el lugar que le correspondía de acuerdo con su contribución a la adaptación de su especie al medio; y sin duda Hegel y Marx conservaban este esquema cuando pensaban que las pasiones y ambiciones individuales o colectivas de los individuos, los pueblos y las clases eran simplemente el combustible inconsciente mediante el cual la Historia –como el tren de Los hermanos Marx en el Oeste, que se alimentaba de su propia destrucción convertida en carburante («¡Más madera!») para llegar rápidamente a su destino– conducía a la humanidad hacia su fin final en donde las cuentas cuadrarían perfectamente y todos los sacrificios y sufrimientos aparentemente vanos serían compensados y equilibrados, en donde toda la aparente basura de la Historia (toda la «masa concreta del mal») sería reciclada, y la guerra era simplemente una astucia de la razón o la lucha de clases el motor de una Historia que acabaría definitivamente con el despilfarro y el desequilibrio contable, dando a cada cual exactamente el lote que se hubiera merecido.
La entrada en crisis de este modelo, el despertar de este sueño, fue por tanto ese momento en el cual llegamos a pensar que la basura acabaría devorándonos. Que era el fin del progreso. Fue cuando empezamos a temer que moriríamos asfixiados entre nuestros propios desperdicios, como hemos visto que sucedía en algunas viejas ciudades del tercer mundo que, por no necesitar un tratamiento especial de las basuras, carecían de infraestructura de traslado y acumulación de las mismas, y a las que la repentina introducción masiva de la producción y el consumo industriales ha convertido en enormes estercoleros irrespirables.
Adolfo Vásquez Rocca
El genio de la especie humana es, sin embargo, prodigioso. Alguien dijo de ella que sólo se plantea aquellos problemas que es capaz de resolver. Y alguien más dijo también que, cuando un problema no puede resolverse, entonces deja de ser un problema. Y que la manera de quitarse de encima los problemas irresolubles no consiste en desfallecer luchando por resolverlos, sino más simplemente en disolverlos. «Nunca fue tan hermosa la basura»… No sé a quién se le ocurrió primero la idea, pero fue una ocurrencia verdaderamente ingeniosa. Y, como todas las grandes invenciones, una vez hallada parece extremadamente simple, y consiste en lo siguiente: ¿y si lo que llamamos basura no lo fuera en realidad? Entonces no tendríamos que preocuparnos porque nos devorase, no nos sentiríamos asfixiados por los desperdicios si dejásemos de experimentarlos como desperdicios y los viviéramos como un nuevo paisaje urbano.
Adolfo Vásquez Rocca
Antes me he referido a la noción, forjada por Marc Augé, de no-lugar (el lugar de lo que no está en su lugar), como concepto antropológico definidor de la sobremodernidad. Pero si unimos este concepto a nuestra reflexión anterior, en la cual la basura aparece como «lo que no está en su lugar», vemos con claridad que podríamos llamarlo, menos eufemísticamente, lugar-basura. Se comprende bien cómo un etnólogo del Siglo XXI ha llegado a elaborar esta figura: es fácil imaginar que la vida de un antropólogo contemporáneo consiste, entre otras cosas, en viajar desde el mundo posindustrial a parajes lejanos para realizar estudios de campo y entrevistas sobre el terreno. En estos desplazamientos, el científico se mueve desde un lugar que sin duda es su localidad de residencia y que, por tanto, está marcado con todas las señales positivas del término lugar (es acogedor, habitable, conocido, susceptible de ser recorrido con familiaridad), hacia otros territorios que, a menudo, no son menos lugares que el origen de su viaje, aunque le sean extraños e incluso, en ocasiones, hostiles o al menos arriesgados para el urbanita europeo; también esos sitios acogen a sus poblaciones, son habitados por gentes que los recorren con familiaridad y que se sienten en ellos en su casa. El antropólogo puede percibir que aquellos «otros lugares» no son su lugar, puede sentirse extranjero en ellos y hasta temer por su seguridad, o puede llegar a ser acogido y a experimentar la tranquilidad de encontrarse en tales rincones como en una segunda casa, como quien acude de visita a un paisaje en el que sabe que será bien recibido; pero, ya sea que se den alguna de estas dos situaciones extremas o cualesquiera de las ilimitadas posibilidades intermedias, en sus viajes habrá de pasar por muchas zonas de tránsito, no solamente en el sentido físico (salas de espera, aeropuertos, estaciones de tren y de autobús, antesalas de despachos oficiales, vehículos de transporte, hoteles, etc.) sino también en el social y cultural (tierras de nadie y distritos abandonados, comarcas rurales en decadencia, suburbios pre-industriales, chabolas periféricas, extrarradios en ruinas o cam pamentos de refugiados, por ejemplo), espacios que no están hechos para residir en ellos sino únicamente para ser ocupados provisionalmente, para ser atravesados o para facilitar el paso de un lugar a otro. En este punto, no podrá dejar de notar el contraste entre los lugares, ya sean acogedores o inquietantes, y los no-lugares, ya sean hostiles o deprimentes (como los territorios fronterizos en donde bandas o tribus rivales mantienen una guerra más o menos larvada por el control de actividades a menudo ilegales o paralegales) o relativamente cómodos para el visitante europeo (como las cadenas de hoteles occidentales o las franquicias internacionales de los restaurantes de comida rápida de estilo estadounidense situados en regiones empobrecidas del llamado «tercer mundo»). Y, en cierto modo, si los viajes del sociólogo se prolongan durante un tiempo suficiente en época de globalización, tendrá forzosamente que observar, al menos con curiosidad y seguramente con preocupación, el modo en que los no-lugares, concebidos en principio como meros «vacíos» entre lugares determinados, van extendiendo su dominio y avanzando en su ocupación de territorios físicos, sociales y culturales, hasta el punto de competir en magnitud e importancia con los lugares propiamente dichos –y a veces de triunfar indiscutiblemente sobre estos últimos– y, en todo caso, hasta comenzar a difuminar molestamente la distinción, otrora tan nítida, entre lugar y no-lugar y, por tanto y lo que quizá es más relevante, entre lo(s) que tiene(n) lugar y lo(s) que no lo tiene(n). Como si se tratase de un «efecto secundario» o de un «retorno de lo reprimido» de la colonización mediante la cual Europa convirtió muchos lugares de su periferia en no-lugares inhabitables, ahora el paseante europeo recorre la ciudad temeroso de que la periferia de los no-lugares (que ya no está en el extrarradio de Europa, sino el de las ciudades europeas), invada y destruya su propio lugar. En El tiempo en ruinas (Gedisa, Barcelona, 2003), Augé expresa, mientras pasea por París,
«un temor: que estos nuevos barrios, con independencia de su éxito técnico o estético –que será sin duda desigual– se parezcan un día a otros de cualquier otro lugar del mundo, que obedezcan a una moda planetaria, pero que no la creen, que se asemejen, en suma, a esas ciudades «genéricas» que «se parecen a sus aeropuertos» (Rem Koolhaas)… percibo en sus calles la invasión lenta, insidiosa e irresistible de la ciudad genérica que se infiltra desde la periferia a través de los boquetes abiertos por el ferrocarril… la tarea de subversión se encuentra más adelantada de lo que pensaba… una ciudad-comodín, sin pasado ni porvenir… Hablo, naturalmente, como viajero poco deseoso de encontrar, al final de mis excursiones parisinas, un barrio de Sâo Paulo, de Tokio o de Berlín»(pp. 149-150).
REVISTAS DE FILOSOFÍA – REVISTA DE FILOSOFÍA
La virtud de esta noción es que, debido a sus características internas y a su oportunidad histórica, designa un tipo de negatividad susceptible de ser aplicada al mismo tiempo en un ámbito más específico y en uno más general. Por ejemplo –en el sentido de la especificación–, el tipo de hoteles y de restaurantes que quedarían subsumidos bajo el concepto de no-lugares podrían perfectamente definirse, en un sentido más particular, como no-hoteles y como no-restaurantes, ya que constituyen, en una medida nada desdeñable, la negación completa y acabada de la noción de «hotel» o de «restaurante» que les precedió en el tiempo. Las aludidas cadenas de comida rápida, que no están atendidas por camareros y en las cuales quienes preparan la comida no son cocineros, en las que los alimentos dispensados no son en sentido estricto «platos», así como sus mesas no son mesas propiamente dichas (han de sentarse cuatro personas en un espacio en donde sólo cabrían en rigor dos) ni sus cartas verdaderamente cartas, ¿cómo quedarían mejor descritas que diciendo que se trata de no-restaurantes atendidos por no-camareros que sirven no-platos preparados por no-cocineros y consumidos en no-mesas? Asimismo –y yendo ahora en el sentido de la generalización–, estas cadenas de restauración se caracterizan por estar a menudo situadas en grandes superficies comerciales asociadas a zonas de crecimiento de la periferia urbana posindustrial, y muchas de las características de su «estilo» y de su «personalidad» se explican por el régimen laboral de subempleo –contratación precaria y a tiempo parcial– que prevalece en ellas, régimen que, por estar cada vez más generalizado en el nuevo mercado de trabajo (y en todas las escalas salariales), muy bien podría denominarse, por contraste con las formas laborales consolidadas en la segunda mitad del Siglo XX en las zonas industrialmente desarrolladas y democráticamente gobernadas, como no-empleo (noción esta que vendría a sustituir a las de «sub-empleo» o «des-empleo», aún demasiado dependientes de aquellas viejas formas laborales ya parcialmente periclitadas) proporcionado por no-empresas; de la misma manera, los centros comerciales que rodean estos locales se dejarían describir, por los mismos motivos, como no-tiendas –en donde, por ejemplo, se venden no-muebles (módulos y paquetes funcionales más o menos abstractos para armar y desmontar), y los habitáculos que crecen en estas conurbaciones (las llamadas «ciudades-dormitorio», que no sería exagerado rebautizar como «ciudades-basura») como no-casas (decoradas, sin duda, mediante aquellos no-muebles). Y, aunque sería una broma cruel la comparación de este tipo de aglomeraciones del «primer mundo» con las de los arrabales de los países pobres o devastados, resultaría igualmente apropiado decir de quienes pueblan estos últimos contornos que se trata de no-empleados (pues a menudo están fuera de la economía monetaria regular) que viven en no-casas (cobijos improvisados con material heterogéneo) decoradas con no-muebles (a veces simples cajas de cartón o relleno de embalaje) y que se abastecen en no-tiendas (en el mercado negro o la economía sumergida).
Ni que decir tiene que esta aplicación podría continuar hasta permitirnos hablar, por ejemplo, de ciertas agrupaciones de personas, especialmente emergentes en nuestra época, que podrían caer bajo el concepto de no-familias o de no-matrimonios, de ciertos programas televisivos de entretenimiento que sólo podrían calificarse como no-programas, de un cierto tipo de productos culturales cada vez más extendidos a los cuales les vendría como anillo al dedo el rótulo de no-libros, no-discos o no-cuadros (y ello tanto en la franja de la alta cultura como en la de la cultura popular o de masas), de ciertos males originales de nuestro tiempo que funcionan como no-enfermedades tratadas mediante no-medicamentos y, en última instancia, hasta de no-universidades (escuelas móviles de formación permanente) en donde se estudian no-carreras (programas de actualización profesional continua) impartidas por no-profesores (expertos en reciclaje), y de no-estados (alianzas coyunturales de regiones) gobernados por no-políticos (administradores) y cuyo sujeto legítimo es un no-ciudadano.
Bien, creo que a estas alturas ustedes comprenden que estoy proponiendo concebir el no-lugar como un eufemismo del lugar-basura (y, por tanto, como un síntoma de que hemos empezado a ser tolerantes con los hoteles-basura, con los restaurantes-basura, con los camareros-basura, los platos-basura, los cocineros-basura y las mesas-basura, con los empleos-basura, las empresas-basura, las tiendas-basura, los muebles-basura, las casas-basura, las familias-basura, los matrimonios-basura, los programas-basura, los libros-basura, los discos-basura, los cuadros-basura, las enfermedades-basura, los medicamentos-basura, las universidades-basura, las carreras-basura, los profesores-basura, los estados-basura, los políticos-basura y los ciudadanos-basura). Y no sólo tolerantes, sino entusiastas. Hemos aprendido a experimentar la basura como un lujo. Hubo un tiempo, en efecto, en el cual los restaurantes-basura o los libros-basura eran subproductos destinados a las masas incultas, dóciles y amedrentadas. Ahora, no. Ahora tenemos restaurantes-basura de lujo, libros-basura de lujo, y quien no viva en una casa-basura o padezca alguna enfermedad-basura perderá rápidamente su crédito social y transmitirá una depauperada y deprimente imagen de «clase baja» y de «retraso social». Hemos convertido, como diría Pierre Bourdieu, las «marcas de infamia» en «signos de distinción». Si no puedes vencer en tu lucha contra la basura, únete a ella. La palanca fundamental gracias a cuyo punto de apoyo hemos conseguido mover el mundo en esta dirección –es decir, gracias a la cual hemos conseguido empezar a no ver y a no sentir como tal la basura que nos ahoga– se resume en una fórmula mágica: estamos transitando hacia un nuevo paradigma (y es la instalación de este «nuevo paradigma» lo que nos permitirá no vivir como basura lo que antes considerábamos tal). El único problema, claro está, es que este nuevo paradigma no puede ser otra cosa que un paradigma-basura, o sea un no-paradigma (porque no hay en realidad ningún nuevo paradigma hacia el cual estemos transitando, sino únicamente la destrucción sistemática y concertada de aquel bajo el cual vivíamos). La fórmula mágica tiene, con todo, una formidable eficacia simbólica. La desaparición de los lugares y su paulatina sustitución por lugares-basura (y esto mismo vale para los empleos-basura o las casas-basura) deja a muchas personas en el mundo sin lugar, crea una muchedumbre de desplazados que, una vez más, no solamente lo son en el sentido físico del término (aunque esta situación sea sin duda la más grave), sino también en el sentido social, laboral, cultural, económico o familiar. El dolor que se acumula en esa multitud, sin embargo, sencillamente no puede expresarse como tal, porque la fórmula mágica en cuestión lo convierte en dolor de parto del nuevo paradigma y, por tanto, amenaza a todos aquellos que publiquen su malestar con el estigma de la inadaptación, del atraso y del conservadurismo: son tristes reaccionarios que se niegan a desamarrarse de sus privilegios ancestrales, obstáculos que frenan el progreso de la modernización y que, por tanto, quedarán excluidos de sus beneficios. Ellos son la verdadera basura de nuestro tiempo, la que no puede reciclarse.
Liliana Vásquez Rocca
De esta manera se ha conseguido a la vez mantener la situación moderna (a saber, la «inmensa acumulación de basuras») y reeditar la utopía no menos moderna de un mundo sin basuras, que ahora ha de entenderse como un mundo en permanente reciclaje y sin pérdidas (tal es la cosmovisión del paradigma-basura o paradigma de la basura) y, por lo tanto, de un mundo en el cual todo (y todos) llega inmediatamente a su destino y adquiere inmediatamente uno nuevo. No se puede decir de manera más clara: allí donde nada es basura, todo lo es. Y es el mismo Marc Augé quien se ha dado cuenta de que, de seguir así las cosas, nuestra civilización será la primera del mundo que no deje tras de sí esa clase especial de basura histórica que son las ruinas. La ciudad genérica (la ciudad-basura) no deja ruinas porque, cuando un edificio entra en estado de obsolescencia, se puede reconfigurar enteramente para un nuevo uso, del mismo modo que una empresa (si quiere ser una genuina empresa-basura) debe poder someterse en cualquier momento a un proceso de re-engineering y que la mano de obra (o sea, la clase-basura) debe permanecer en un estado de longlife education. Richard Sennett lo ha explicado aún mejor: «La estandarización del entorno deriva de la economía de lo efímero, y la estandarización produce indiferencia. Quizá pueda aclarar esta tesis mediante una experiencia personal. Hace unos pocos años, llevé a un directivo de una gran empresa de la nueva economía emergente, que buscaba oficinas para instalarse, a visitar el Chanin Building de Nueva York, un palacio art-deco con despachos muy elaborados y espléndidos espacios públicos. «No se adapta a lo que buscamos», dijo el directivo, «la gente podría sentirse demasiado apegada a sus despachos y llegar a pensar que pertenece a este lugar». La oficina flexible no está pensada para ser un lugar de permanencia. La arquitectura de las oficinas de las empresas flexibles requiere un entorno físico que pueda ser rápidamente reconfigurado, en último extremo, la oficina se reduce al terminal de un ordenador. La neutralidad de los nuevos edificios deriva también de su carácter de elementos de inversión en el mercado global; para que alguien pueda comprar o vender fácilmente desde Manila cien mil metros cuadrados de espacio de oficinas en Londres, es preciso que el espacio tenga la uniformidad y la transparencia del dinero. Esta es la razón de que los elementos estilísticos de los edificios de la nueva economía se hayan convertido en lo que Ada Louise Huxtable llama «arquitectura epidérmica»: la superficie del edificio emperifollada mediante el diseño, y su interior progresivamente más neutral y más susceptible de una reconfiguración instantánea».
Creo que se percibe con claridad la idea que intento transmitir: algo que está desde su origen concebido para el reciclaje es algo que está desde su origen concebido como basura. Y esto –el estar originariamente concebidas para el reciclaje– es lo que caracteriza tanto a la objetividad como a la subjetividad contemporáneas. En rigor, el proceso por el cual algo se convierte en basura puede ser descrito como un proceso de descualificación: las cosas se vuelven basura cuando su servicio hace que pierdan las propiedades que las califican como siendo estas o aquellas cosas, tales y cuales, y se convierten únicamente en esa «cosidad» fluida y sin cualidades que se acumula en los vertederos y cuya regeneración pasa, según diríamos, por lograr que vuelva a adquirir las propiedades perdidas, que recupere su cualidad y su calidad. Como este proceso es el que se ha revelado imposible de llevar a cabo (es decir, como es imposible reciclar al ritmo que se desperdicia), la única manera de mantener el tipo –y esta es la genial idea de la que estamos hablando– es que las cosas carezcan originalmente de propiedades (es decir, que sean originariamente basura, sin que su conversión en basura derive del desgaste generado por el uso), o sea, que sean de antemano reciclables y, por tanto, pertenecientes a la «cosidad» fluida y descualificada, que es la que ahora –de acuerdo con la estrategia-basura del «nuevo paradigma»– hemos de experimentar, no como una forma de cosidad degradada y «sucia», cosa de vertedero y material de escombrera, sino como la forma superior de la objetividad, la cosa de lujo y limpia por excelencia, pues es lo inmediatamente reciclable. Y, al contrario, son las cosas cualificadas, como el Chanin Building, las que resultan desesperadamente obsoletas por irreciclables, las que se convierten en basura en el sentido peyorativo y «sucio» de la expresión, de mal gusto y pasadas de moda, las que, por tener entidad en sí mismas, se resisten a la reformulación y la recualificación.
Adolfo Vásquez Rocca
Es preciso, pues, que la producción sea ya en su origen, no producción de mercancías, sino producción de basura, producción de reciclables. Y hay que tener en cuenta que el reciclaje no puede concebirse, entonces, como una genuina recualificación o reparación de las cosas; la cosa reciclada es la cosa que ha recuperado sus propiedades y que, por ello mismo, se resiste al reciclaje; la cosa reciclada ha de ser entendida más bien como la cosa convertida en reciclable, es decir, apta para recibir cualidades que sólo pueden ser cualidades-basura, inmediatamente reciclables y reformulables, transformables en cualesquiera. Y es preciso, igualmente, que este proceso no afecte únicamente a la objetividad sino también a la subjetividad, tanto más cuando las cosas modernas por excelencia son aquellas cuya objetividad –cuyo «valor»– procede de la «subjetividad». Bien pensado, era elemental: es exactamente lo mismo que se ha venido haciendo, al menos desde el siglo XVII, con el trabajo en general, y la razón por la cual han dejado de existir de facto (aunque sobre el papel se mantenga el arcaísmo) los empleos especializados y las profesiones más o menos libres, en la medida en que todas ellas se vuelven comparables en términos de horas laborables. «La indiferencia respecto del trabajo determinado corresponde a una forma de sociedad en la cual los individuos pueden pasar con facilidad de un trabajo a otro y en la cual el género determinado del trabajo es fortuito y, por consiguiente, les es indiferente», así decía Marx. Y le parecía un gran progreso. Recordaba hace poco (Juan Pablo II, 22 de Abril de 2006) Rafael Sánchez Ferlosio que «la apología positiva del «trabajo» en sí mismo y por sí mismo surgió con el capitalismo y su necesidad de mano de obra, y fue enseguida recogida sin rechistar por el marxismo; la exaltación del trabajo –sin determinación de contenido– como virtud moral se desarrolló como la más perversa pedagogía para obreros». Es decir, la exaltación del trabajo sin determinación de contenido es en sí misma la exaltación del trabajo-basura. Esto es lo mismo que hoy sucede con la exaltación del «conocimiento» (abstracción hecha de toda cualificación, es decir, del conocimiento-basura) en fórmulas como la recurrente «sociedad del conocimiento», surgida sin duda de las nuevas necesidades de mano de obra –sólo un 10% de la misma se dedica hoy a la fabricación de mercancías en los EE.UU., según recordaba también hace poco Anthony Giddens (Mejorar las universidades europeas, 10 de Abril de 2006)–, pero en seguida abrazada por la izquierda (como lo prueba el caso del propio Giddens) como «la más perversa pedagogía para obreros» del siglo XXI, esos nuevos obreros que constituyen el 90 % principal de la fuerza de trabajo en los países más desarrollados.
Empezó la cosa por un cambio terminológico en apariencia simplemente técnico: en lugar de tener asignaturas, las carreras universitarias empezaron a tener créditos. La denominación parecía sospechosa (¿por qué precisamente créditos y no «materias», o «conocimientos» o incluso «horas lectivas»? A pesar de la evidente analogía financiera, nadie se inquietó demasiado), pero de momento esto sirvió para introducir subrepticiamente en el orden del saber un nuevo aparato de medida que, como por arte de magia, conseguía tornar equivalentes cosas que antes no parecían poder serlo de ningún modo, como la arqueología maya y la bioquímica molecular, pongamos por caso, puesto que tanto la una como la otra se dejaban traducir a un número de créditos, es decir, de horas contantes y sonantes y, por tanto (he aquí el quid de la analogía monetaria), de dinero por unidad de tiempo. Si la descualificación del trabajo se consideró como un progreso, ¿cómo no ha de ser un progreso la indiferencia respecto de todo conocimiento determinado –historia medieval, anatomía patológica o física de la materia condensada–, que corresponde a una sociedad en la cual los individuos pueden pasar con facilidad de un conocimiento a otro y en la que el género determinado de conocimiento es fortuito y, por consiguiente, les es indiferente?
Liliana Vásquez Rocca
De modo que, contra toda apariencia, «sociedad del conocimiento» no significa nada parecido a «sociedad de la ciencia»: cuando Giddens afirma que «en las actuales economías avanzadas más del 80% de la mano de obra trabaja en los sectores de producción de conocimientos» no está verosímilmente queriendo decir que ese porcentaje de los empleados esté constituido por científicos; más bien nos indica que éste es el eufemismo (trabajadores del sector de producción de conocimientos) que conviene al proletariado de nuestro tiempo (los trabajadores-basura). Por eso es una contradicción de su argumento el sostener que esta situación supone el ocaso de la mano de obra no cualificada. Al contrario, este conocimiento es precisamente un flujo descualificado (y en su apología se trata solamente de eso, de que fluya sin barreras ni cortapisas de «especialidades» ni de organización intelectual, es decir, sin apego a cualidad alguna) en el que vienen a disolverse como en una caldera todas las ciencias y todos los saberes más o menos sistemáticos antaño impartidos en las universidades y en las escuelas y hoy descompuestos y como estallados en «competencias» y «habilidades» que campan libremente y sin constricción alguna que no sea la de su medida en «créditos», como lo certifica el hecho (en esto, como en todo, hay que fijarse siempre en los que van por delante) de que el organismo estatal encargado de administrar la instrucción pública en el país en donde profesa Giddens ya haya dejado de llamarse «Ministerio de educación y ciencia» para denominarse «Ministerio de educación y habilidades (skills)». Que se encargue a las universidades la enseñanza de estas «habilidades» neoproletarias –es decir, que se exija la descualificación de las ciencias y la descomposición de los saberes científicos en las competencias requeridas en cada caso por un mercado empresarial que configura la turbina a la que se engancha la «caldera» del conocimiento–, y que además se destine a los individuos a proseguir esta «educación superior» a lo largo de toda su vida laboral (longlife education, cadena perpetua) es algo ya de por sí suficientemente expresivo: solamente una mano de obra (o de «conocimiento») completamente descualificada –es decir, producida originalmente como basura reciclable– es apta para recibir una cualificación en sí misma descualificada y descualificante, y solamente una cualificación que no es más que cualificación-basura, es decir, que no cualifica más que efímera y superficialmente (una cualificación epidérmica), necesita estar sometida a este proceso de manera permanente. Pero en ese caso no está nada claro en qué consistiría la «superioridad» de la educación superior (y acaso por ello Giddens la llama sintomáticamente «educación post-secundiaria», es decir, una prolongación indefinida de la enseñanza media): como confiesa el propio Giddens, «muchos [profesores jóvenes] se sienten hoy atraídos por trabajos –como los de la industria y de la banca– que en mi generación (con nuestros esnobismos) ni siquiera nos habríamos planteado [los profesores universitarios]», lo que es un modo de admitir que la educación superior no ha perdido su superioridad sobre la industria y la banca solamente por la desaparición del «esnobismo» juvenil (¿por qué se ha esfumado ese esnobismo?) sino más bien en la medida en que se ha convertido en un subsector de la «producción de conocimientos» para la industria y la banca.
Adolfo Vásquez Rocca
Sucede, en fin, que la época en la cual la subjetividad se ha vuelto más inestable, elástica, flexible y modulable, es también la era en la cual la identidad se ha convertido en la más tiránica y rígida de las exigencias individuales, en el más grave de los problemas políticos. Y es como si cada enclave edificado en las calles debiera ser, al mismo tiempo, una seña de identidad inconfundible y un espacio infinitamente remodelable, es decir, una zona cero.
Conferencia en el ciclo Distorsiones Urbanas de Basurama07.
La Casa Encendida. Madrid, el 17 de mayo de 2006.
Zoología Política
Compilador: Dr. Adolfo Vásquez Rocca
Biografía
José Luis Pardo es profesor titular de la Facultad de Filosofía de la UCM. Además de su labor docente y de colaborar con medios de prensa escrita como EL PAIS, ha traducido a filósofos contemporáneos de la talla de Deleuze, Serres, Debord o Lèvinas. Su extensa obra escrita incluye libros como Transversales. Textos sobre los textos (1978), Sobre los espacios: pintar, escribir, pensar (1991), Las formas de la exterioridad (1992), La intimidad (1996) y La regla del juego (2005), éste último galardonado con el Premio Nacional de Ensayo.
Notas
1. «Aquí me veis, viajero / de un tiempo que se pierde en la espesura / del paso y el me da lo mismo… pero / nunca fue tan hermosa la basura» (Juan Bonilla, «Treintagenarios», en Partes de Guerra, Pre-textos, Valencia, 1994, p. 27).
Zoología Política
Ver:
EL PALACIO DE CRISTAL; Peter Sloterdijk
EL PALACIO DE CRISTAL
Peter Sloterdijk
Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona 2004 Conferencia pronunciada en el marco del debate “Traumas urbanos. La ciudad y los desastres”. CCCB.
Sloterdijk; La Estética Contemporánea
Prof. Dr. Adolfo Vásquez Rocca
POSTGRADO
INSTITUTO DE FILOSOFÍA
PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE VALPARAÍSO
Si hubiera que ampliar las investigaciones de Benjamin al siglo XX y principios del XXI, sería necesario –a parte de algunas correcciones en el método– tomar como punto de partida los modelos arquitectónicos del presente: centros comerciales, recintos feriales, estadios, espacios lúdicos cubiertos, estaciones orbitales y gated communities; los nuevos trabajos tendrían títulos como Los palacios de cristal, Los invernaderos, y, si los lleváramos a sus últimas consecuencias, quizá también Las estaciones orbitales 3. Sin duda alguna, los pasajes encarnaron una sugestiva idea del espacio en los principios del consumismo. Consumaron la fusión, que tanto había inspirado a Benjamin, entre salón y universo en un espacio interior de carácter público; eran un «templo del capital mercantil», «voluptuosa calle del comercio» 4, proyección de los bazares de Oriente en el mundo burgués y símbolo de la metamorfosis de todas las cosas bajo la luz de su venalidad, escenario de una féerie que embruja a los clientes hasta el final de la visita. Sin embargo, el Palacio de Cristal, el de Londres, que primero albergó las Exposiciones Universales y luego un centro lúdico consagrado a la «educación del pueblo», y aún más, el que aparece en el texto de Dostoievsky y que hacía de toda la sociedad un «objeto de exposición» ante sí misma, apuntaba mucho más allá que la arquitectura de los pasajes; Benjamin lo cita a menudo, pero lo considera tan sólo como la versión ampliada de un pasaje. Aquí, su admirable capacidad fisonómica lo abandonó. Porque, aun cuando el pasaje contribuyera a glorificar y hacer confortable el capitalismo 5, el Palacio de Cristal –la estructura arquitectónica más imponente del siglo XIX– apunta ya a un capitalismo integral, en el que se produce nada menos que la total absorción del mundo exterior en un interior planificado en su integridad.
Si se acepta la metáfora del «palacio de cristal» como emblema de las ambiciones últimas de la Modernidad, se reconoce sin esfuerzo alguno la simetría entre el programa capitalista y el socialista: el socialismo no fue otra cosa que la segunda puesta en práctica del proyecto de construcción del palacio. Después de su liquidación, se ha hecho evidente que socialismo y comunismo fueron estadios en el camino hacia el capitalismo. Ahora se puede decir abiertamente que el capitalismo es algo más que un modo de producción; apunta más lejos, como se expresa con la figura de pensamiento «mercado mundial». Implica el proyecto de transportar todo el contexto vital de los seres humanos que se hallan en su radio de acción a la inmanencia del poder de compra.
Walter Benjamin por Adolfo Vásquez Rocca
El mundo denso y la desinhibición secundaria: el terrorismo
El rasgo distintivo de la globalidad establecida es la situación de proximidad forzosa con todo tipo de elementos. Creemos que lo más adecuado es designarla con el término topológico «densidad». Este término designa el grado de presión para la coexistencia entre un número indefinidamente grande de partículas y centros de acción. Mediante el concepto de densidad, se puede superar el romanticismo de la cercanía con el que los moralistas modernos han querido explicar la abertura del sujeto hacia el Otro 6.
La elevada densidad implica una probabilidad cada vez más elevada de encuentros entre los agentes, ya sea bajo la forma de transacciones, o en la de colisiones o casi colisiones. Allí donde reinan las condiciones de densidad, la falta de comunicación entre los agentes no es plausible, en la misma medida en que tampoco lo son los dictados unilaterales. La elevada densidad garantiza la resistencia permanente del entorno contra la expansión unilateral, una resistencia que desde el punto de vista cognitivo se puede calificar como entorno estimulante para los procesos de aprendizaje, puesto que los actores suficientemente fuertes en medios densos se hacen unos a otros inteligentes, cooperativos y amistosos (y, como es natural, también se trivializan entre sí). Esto es así porque se interponen efectivamente el uno en el camino del otro, y han aprendido a equilibrar intereses opuestos. Al cooperar tan sólo con las miras puestas en el reparto de beneficios, dan por supuesto que las reglas de juego de la reciprocidad también son evidentes para los demás.
A causa de la densidad, la inhibición se transforma en nuestra segunda naturaleza. Allí donde se manifiesta, la agresión unilateral adopta la apariencia de una utopía que ya no se corresponde con ninguna praxis. La libertad para actuar obra entonces como un motivo de cuento de hadas procedente de la época en que la agresión aún prestaba algún servicio. Toda expansión unilateral demuestra que todavía existen condiciones previas a la densidad. La densidad conlleva lo siguiente: la fase en que la praxis unilateral desinhibida tenía éxito ha llegado, en lo esencial, a su término, sin que podamos descartar alguna que otra secuela violenta. Los actores han sido expulsados del jardín de Edén en el que se prometía la salvación a los unilaterales.
El concepto de telecomunicaciones tiene una gran seriedad ontológica, en tanto que designa la forma procesual de la densificación. Las telecomunicaciones producen una forma de mundo cuya actualización requiere diez millones de e-mail por minuto y transacciones en dinero electrónico por un monto de un billón de dólares diarios. Este término no se comprenderá bien en tanto que no exprese de manera más explícita la creación de un sistema mundial de reciprocidad basado en la cooperación, esto es, en la inhibición mutua, en el que se incluyen las transacciones a distancia, las obligaciones a distancia, los conflictos a distancia y la ayuda a distancia. Tan sólo este concepto fuerte de las telecomunicaciones como forma capitalista de la actio in distans es el adecuado para describir el tono y el modo de existencia en el palacio de cristal ampliado. Gracias a las telecomunicaciones, se ha realizado por medios técnicos el viejo sueño de los moralistas de un mundo en el que la inhibición se imponga a la desinhibición.
Walter Benjamin por Adolfo Vásquez Rocca
Por consiguiente, la esperanza –y que Ernst Bloch me perdone– no es un principio, sino un resultado. La esperanza que podemos abrigar en algunos casos, en el marco de la teoría de procesos, es doble: en primer lugar, el hecho de que los seres humanos tienen ocasionalmente nuevas ideas que al aplicarse producen alteraciones en las condiciones de vida, tanto en un microentorno como a gran escala. De vez en cuando, se encuentran entre ellas grandes ideas con un nivel reducido de efectos secundarios. En segundo lugar, por la constatación del hecho que, del torrente de ideas que querrían hacerse realidad, dadas unas condiciones de densidad suficiente, se filtra un poso de ocurrencias factibles que ofrecen algo mejor, si no a todo el mundo, sí, por lo menos, a muchas personas. La racionalidad del espacio denso produce el mismo efecto que una secuencia de cedazos encargados de la eliminación de ofensivas unilaterales y de innovaciones que puedan causar daños inmediatos (semejantes, como si dijéramos, a los delitos que pueden cometerse en una única ocasión, o en breves series). Su manera de actuar puede llamarse comunicativa, si se quiere, pero tan sólo en la medida en que se pueda llamar comunicación a la sustracción recíproca de espacios de acción. El fantasma que aparece ante unos ojos miopes como competencia comunicativa se transforma, tras la disolución de las brumas, en mera capacidad de inhibición recíproca. El tan pregonado consenso de los sensatos es una cáscara que recubre el poder de inhibirse recíprocamente de toda acción unilateral. También el fenómeno, excesivamente valorado desde un punto de vista moral, del reconocimiento corresponde en lo esencial a la capacidad de hacerse respetar como obstáculo efectivo o potencial frente a una iniciativa ajena. Jürgen Habermas tiene el mérito de haber reconocido que la «inclusión del otro» es un procedimiento para la ampliación del ámbito de aplicación de los mecanismos de inhibición recíproca, aun cuando haya incurrido en una sobrevaloración idealista de dicho procedimiento y en una errónea interpretación dialógica; la «inclusión del otro» es, muy al contrario, un indicio de la tendencia postmoderna a eliminar la acción. De hecho, el establecimiento de inhibiciones recíprocas es digno de alabanza por ser el mecanismo civilizatorio más eficaz, si bien habría que tener en cuenta que justo con los aspectos indeseables e intolerables de la praxis unilateral desinhibida también se elimina a menudo lo que ésta tiene de bueno.
Peter Sloterdijk por Adolfo Vásquez Rocca – Esferas
Sobre este telón de fondo, la globalización de la criminalidad se nos revela instructiva por lo que respecta a la situación posthistórica. Nos muestra cómo y dónde la desinhibición activa se impone una y otra vez a las instancias inhibidoras en ámbitos locales. La criminalidad organizada reposa sobre el perfeccionamiento profesionalizado de la desinhibición, que avanza, por así decir, con pasos silenciosos por las fisuras abiertas en el abrumador entorno circundante; en cambio, la criminalidad espontánea sólo da fe de la momentánea pérdida de control sobre sí mismo por parte de individuos confusos que la jerga de los juristas se obstina en llamar autores del crimen. La criminalidad profesional constituye, fundamentalmente, un sentido para hallar las fisuras (en el mercado y en la ley), junto con una energía que no conoce el desaliento. Gracias a ella, se siguen cumpliendo las condiciones necesarias para poder hablar de autoría de los hechos en un sentido satisfactorio desde el punto de vista filosófico. Los criminales organizados de manera eficaz no son víctimas de su propio nerviosismo, sino los testimonios principales de la libertad de acción en abierto desafío del sistema universal de inhibiciones.
Walter Benjamin por Adolfo Vásquez Rocca
Este diagnóstico tiene una especial validez para lo que últimamente se ha dado en llamar «terrorismo global», del que aún no se ha dado ninguna explicación satisfactoria pese a los brillantes análisis parciales que se han ido realizando. La vía más inmediata para hacer justicia en el plano teórico a sus potentes manifestaciones, y en especial al acto inconcebiblemente simple del 11 de septiembre de 2001, consiste en interpretarlo como un indicio de que el motivo de la desinhibición cayó en manos de perdedores activos, procedentes del bando antioccidental en el contexto posthistórico. Esto no demuestra que el mal llegara hasta Manhattan, sino que una nueva ola de perdedores de la «historia» descubrió para sí los placeres de la unilateralidad; por desgracia, los descubrió después de que terminara el tiempo de juego y en abierta transgresión de las normas de contención posthistóricas. No imitan, como anteriores movimientos surgidos de los perdedores, ningún modelo de «revolución»; imitan directamente el impulso originario de las expansiones europeas: la superación de la inercia mediante el ataque, la asimetría euforizante garantizada por la agresión pura, la superioridad indiscutible del que llega primero a un lugar y planta su estandarte antes de que lo hagan los demás. La clara primacía de la violencia agresora hiere de nuevo al mundo, pero esta vez desde el otro lado, desde el lado no occidental. Pero como también es demasiado tarde para que los terroristas islámicos pretendan recuperar terreno en el mundo de las cosas y los territorios, ocupan zonas aún más amplias en el espacio abierto de las noticias del mundo. En él erigen su blasón de fuego, del mismo modo que los portugueses, antaño, erigieron su blasón de piedra allí donde desembarcaban.
Las circunstancias favorecen a los terroristas: éstos han comprendido, mejor que otros colectivos de productores, que los amos del cable no son capaces de generar todos los contenidos en el estudio y que siguen dependiendo de los acontecimientos exteriores. Y han aprendido de la experiencia: ellos mismos pueden brindarles tales acontecimientos, puesto que, como content providers, se han hecho casi con el monopolio del sector de la violencia real. Además, pueden estar seguros: ante los actos de invasión, el infoespacio del gran sistema no ofrece más resistencia de la que ofreció un África amorfa en el siglo XIX frente a los más brutales ataques de los europeos. Con siniestro regocijo, advierten el motivo: los invasores pueden ocupar, sin esfuerzo alguno, el sistema nervioso de los moradores del palacio de cristal, porque éstos, condicionados por el tedio que reina en el palacio, aguardan noticias del exterior; los programas generados por la paranoia, faltos de trabajo, se afanan por reconocer -con paranoia- cualquier indicio de la existencia de un enemigo. La suma de estos análisis casi teóricos brinda una praxis coherente a los terroristas: al preparar sus explosiones televisadas, sacan partido, con aguda intuición, de la constitución hipercomunicativa del espacio social de Occidente; por medio de invasiones mínimas, ejercen un influjo sobre la totalidad del sistema, en tanto que lo vulneran y lastiman en sus centros neuralgicos. Pueden estar seguros de que la única medida antiterrorista que alcanzaría el éxito, el silencio absoluto de los medios de comunicación a propósito de los atentados, se frustrará siempre a causa de la fidelidad de aquéllos a su deber de informar. Por ello, «nuestros» conductos de excitación transmiten de manera casi automática el estímulo terrorista local a los consumidores de terror, los ciudadanos mayores de edad del palacio de cristal, de manera muy parecida a como los conductos de mi sistema nervioso transmiten el dolor de la quemadura desde las yemas de los dedos hasta el registro general en el cerebro. Nuestro propio deber de informar garantiza al terrorismo un puesto duradero como arte de hacer hablar de sí mismo. Por ello, los dirigentes del terror, al igual que todos los conquistadores que los precedieron, pueden equiparar el éxito con la verdad. El resultado, absurdo o no, se pone de manifiesto en el hecho de que aparezcan en los medios con una regularidad casi comparable a la de la meteorología y los secretos de las mujeres. Aun cuando se trate de un fantasma que en raras ocasiones se materializa, goza de una consideración ontológica que habitualmente se otorga tan sólo a los existentes. En comparación con ello, el hecho de que los autores de atentados graves reciban la consideración de héroes en extensas zonas del mundo no controladas por Occidente constituye tan sólo un aspecto secundario de su triunfo.
Peter Sloterdijk Esferas por Adolfo Vásquez Rocca – Sloterdijk Esferas
Así, el terrorismo ha conseguido ser objeto de «atención» como estrategia de expansión unilateral en el continente posthistórico. Penetra fácilmente en el cerebro de las «masas» y se asegura un espacio significativo en el mercado mundial de las emociones temáticas. Por ello, y tal como nos mostró Boris Groys mediante análisis realizados con suficiente sangre fría, el terrorismo está estrechamente emparentado con las artes mediáticas postmodernas, y quizá no haga otra cosa que extraer las consecuencias más extremas de las tradiciones del arte transgresor de raíz romántica. Desde épocas tempranas, éste trató de forzar el significado mediante agresivas expansiones de los procedimientos artísticos. Con el desarrollo de tales técnicas a lo largo del siglo XX, se hizo perceptible que la transgresión no es un indicador de la grandeza metafísica ni artística de una obra, sino un recurso publicitario tan sencillo como efectivo. El famoso arranque de celos de Stockhausen frente a los autores del drama de Nueva York nos dice más acerca de la verdad de aquel día que toda la industria literaria dedicada al 11 de septiembre 8.
A la vista de todo ello, se comprende por qué el neoliberalismo y el terrorismo son como el recto y el verso de una misma hoja. Sobre ambas caras se lee un texto articulado con suma claridad:
«Para los audaces, la historia no ha terminado. La unilateralidad es rentable para los que confían en la agresión. Los elegidos aún pueden contemplar el mundo como una hacienda sin dueño, los testigos de la Pura Agresión aún tienen el botín en la punta de la espada. La libertad para atacar es la esencia de la verdad.»
Forzoso es reconocer que todo esto son cantos de sirena, y que no existen suficientes mástiles para amarrar a quienes los escuchan. Esta música de la acción desinhibida es grata a los individuos vigorosos que desean emplear su exceso de fuerza, sea en la empresa o en la venganza.
La obra de teatro que la coalición de los bienpensantes llama «agresión del fundamentalismo» se representa tan sólo en la superficie del escenario mundial; lo que causa verdadera inquietud es el fundamentalismo de la agresión. Aun cuando parezca pertenecer a una época ya pasada, sus restos se mantienen con virulencia en el mundo postunilateral. Lo que impulsa a los resueltos agresores, trátese de terroristas, especuladores, delincuentes o empresarios, es el anhelo de transformarse en un chorro de pura iniciativa en un contexto mundial que emplea todas sus fuerzas para frenar las iniciativas. El fundamentalismo islámico, que en la actualidad se percibe como un paradigma de agresividad sin sentido, tiene interés tan sólo en tanto que componenda mental circunscrita a ámbitos locales, que hace posible el tránsito, siempre precario, desde la teoría (o el resentimiento) a la práctica por parte de un determinado grupo de candidatos (véase más arriba notas 1 y 2). Podríamos recordar que, desde siempre, la función cognitiva del «fundamento» no es otra que la de garantizar la desinhibición del agente que lo transforma en hechos. (Por ello, los que hoy ejercen como antifundamentalistas en el ámbito de la teoría niegan en redondo a sus clientes el derecho a esperar de ellos instrucciones de cualquier tipo para la acción, lo cual es, naturalmente, una medida de autoprotección –para los teóricos, se entiende–, quienes, tras la sobreabundancia de autorías y responsabilidades del siglo XX, han comprendido con qué facilidad los autores de tesis generales incurren en situaciones de complicidad).
Con todo, nos preguntamos en retrospectiva por qué se ha tardado tanto en desvelar el significado práctico de la alegación de motivos: el «motivo» real por el que se tienen motivos es el deseo de hallar una motivación que el hombre que actúa pueda adoptar como «guía». Desde Descartes se sabe qué es lo que el hombre que actúa, si es exigente, requerirá de sus motivos desinhibidores: todo el que quiera sacudir el entorno con sus actos en tiempos de incertidumbre generalizada apenas si puede quedar satisfecho con algo que no alcance el rango de inconcussum. La pared que tiene que atravesar todo aquel que aspire a poner en práctica lo improbable sólo se puede perforar con un potente medio de desinhibición. Y, dado que el mundo actual, desde el punto de vista de los humillados y los codiciosos de honores, está formado casi en exclusiva por paredes que disuaden de la acción, el hombre que actúa en estos últimos tiempos necesita las máquinas de derribo más potentes. Como observó Niklas Luhmann, el radicalismo es para los modernos el único medio de probada eficacia para representar lo no plausible como lo único plausible. Y, como ya se ha visto, en la práctica es posible perforar algún que otro muro. Por consiguiente, lo que es notable en los ataques terroristas actuales contra los grandes sistemas es sólo el hecho de que demuestren la existencia de un radicalismo posthistórico, algo comparable al descubrimiento de una especie de cisnes negros. Aún tendrán que sucederse muchas decepciones hasta que los neoliberales y los terroristas islámicos –unos y otros, mártires de la posthistoria– comprendan que los placeres de la vida activa asimétrica pertenecen ontológicamente al ancien régime. Habrá que esperar a ver si entonces estos cisnes también se vuelven blancos.
Ambos tipos de actuantes son intempestivos en todos los sentidos del término. Los unos quieren navegar como los marinos sedientos de riqueza a partir de 1492, y los otros sueñan con lanzarse al galope cual tribus del desierto inflamadas por el monoteísmo en el siglo VII. Sin embargo, unos y otros tienen que pactar con la época en la que viven y fingen percibir las redes modernas como su gran oportunidad, y no como quintaesencia de las circunstancias que los frenan. Con sus obsoletas filosofías de la acción, unos y otros nos brindan, a principios del siglo XXI, sendas formas de romanticismo de la agresión. Este romanticismo confunde las fisuras con un espacio libre. Mediante la realización de misiones, proyectos y otros gestos, sus actores querrían rescatar la fuerza de la asimetría de su carácter de golpe adelantado y autosatisfactorio, en una época que se encuentra ya bajo el primado de la amabilidad, la inhibición, la acción recíproca, la cooperación, tanto en Oriente como en Occidente. Sólo se escapan algunas fisuras que son angostas desde el punto de vista del sistema, aunque numerosas.
Por consiguiente, desde el punto de vista de la teoría de la acción, la «existencia histórica» puede definirse como participación en un espacio de acción donde el empleo de un excedente de energías interiores y la realización de la historia mundial en ocasiones confluían. Un autista presuntuoso como Colón demostró lo que puede conseguir un verdadero héroe de la historia; igual que incontables imitadores, se abrió paso desde la neurosis hasta lo universal. Sin embargo, una vez concluida la «historia», sólo intentan hacer «historia» aquellos que no comprenden que ésta ha terminado. Así, aparecen autismos sin salida en el escenario mundial; pero éstos producen un fuerte eco en el murmullo posthistórico de los medios de comunicación. El 11 de septiembre ha sido hasta ahora el indicio más claro de posthistoricidad, aunque fueran muchos quienes, en estado de shock, lo confundieran con un signo de la historia. Marcó una fecha cuya misma superfluidad es siniestra, una fecha que no apunta a nada, salvo al mismo día en que tuvo lugar el hecho. Los criminales de septiembre engendraron una violencia unilateral que no tenía absolutamente nada in petto que pudiera compararse a un proyecto, salvo vagas alusiones a una repetición, alusiones que malos estrategas han interpretado erróneamente como una amenaza. Una verdadera amenaza tendría que adoptar, como todo el mundo sabe, la forma de una «advertencia armada» 9, y el atentado de septiembre no buscaba ninguna consecuencia, fue una mera demostración de la capacidad de llevar a cabo un ataque puntual contra el palacio cristalino; fue una «medida» que se agotó en su misma realización. Tampoco tenía nada de lucha por un buen fin por medios violentos, pero desgraciadamente necesarios, como la había enseñado la metaética revolucionaria desde el siglo XIX. El atentado fue una pura reivindicación de la primacía de la agresión en un tiempo regido por las inhibiciones y el acoplamiento regenerativo.
A la vista del 11 de septiembre, se puede deducir que el contenido de la posthistoria en su aspecto más dramático quedará determinado durante mucho tiempo por las interacciones de los porfiados. Esto no es una constatación como cualquier otra. A la imposibilidad, advertida por Hegel, de aprender algo de la historia, se le añade ahora la imposibilidad de aprender de los episodios de la posthistoria. Solamente los proveedores de tecnología de seguridad pueden extraer alguna conclusión de los incidentes posthistóricos. Todo lo demás se libra al flujo y reflujo de las agitaciones mediáticas, incluidos los afanes de las policías internacionalizadas que emplean la angustia colectiva como legitimación de su propia expansión. Dentro del gran invernáculo, los clientes viven una serie interminable de incidentes sin explicación y de gestos sin referente. Éstos constituyen los grandes temas de actualidad. Pero las noticias y su material, los actos de violencia y dramas reales «sobre el terreno» –como reza la estúpida jerga profesional en referencia a los lugares donde se producen los accidentes y acontecimientos– no son más que hierbajos que crecen en la superficie de la regularidad operativa en el espacio denso.
Las provocaciones de los terroristas no constituyen en ningún caso un motivo objetivamente satisfactorio para un retorno de la cultura política de Occidente al «momento hobbesiano»: la cuestión de si el Estado moderno tiene capacidad para proteger con eficacia la vida de sus ciudadanos halla en el balance de los hechos una respuesta claramente afirmativa, de tal manera que sería necio planteársela de nuevo con seriedad. Hace tiempo ya que la «sociedad» adquirió la competencia necesaria para la absorción psíquica del terror, y la inquietud provocada por el terrorismo llega a la «sociedad» tan sólo a través de los medios de comunicación y no a través de movilizaciones ordenadas por el Estado; el Estado de hoy en día es, igual que todos los demás, un consumidor de actos terroristas, y el hecho de que se le exija competencia en la lucha contra el terror no cambia para nada el hecho de que ni se ve directamente atacado por éste ni tampoco puede reaccionar de manera directa. De todos modos, la legitimación del Estado dejó de basarse hace algún tiempo en sus funciones hobbesianas, y se fundamenta en sus prestaciones como redistribuidor de los medios de vida y el acceso al confort; demuestra su utilidad como imaginario terapeuta colectivo, así como garante de comodidades tanto materiales como imaginarias, dirigidas a una mayoría 10.
Por ello, las reacciones no liberales contra el terror son siempre inadecuadas, puesto que infravaloran la tremenda superioridad del atacado sobre el atacante; magnifican el fantasma insustancial de Al Qaeda, ese conglomerado de odio, desempleo y citas del Corán, hasta convertirlo en un totalitarismo con rasgos propios, y algunos, incluso, creen ver en él un «fascismo islámico» que, no se sabe con qué medios imaginarios, amenaza a la totalidad del mundo libre. Dejaremos abierta la pregunta por los motivos que han conducido a aquella infravaloración y a esta magnificación. Sólo esto es seguro: los realistas se hallan de nuevo en su elemento; por fin pueden ponerse, una vez más, al frente de los irresolutos, con los ojos clavados en el fantasma del enemigo fuerte, medida antigua y nueva de lo real. Con el pretexto de la seguridad, los voceros de la nueva militancia dan rienda suelta a tendencias autoritarias cuyo origen hay que buscar en otro sitio; la angustia colectiva, cuidadosamente mantenida, hace que la gran mayoría de los mimados consumidores de seguridad de Occidente se sume a la comedia de lo inevitable. ¿A dónde nos puede llevar todo ello? Los pasajeros que, desde el 11 de septiembre, en los aeropuertos europeos, tienen que sacrificar las tijeras para uñas a fin de reducir los riesgos del vuelo han experimentado en sus propias carnes un anticipo.
Notas
1 Más detalles al respecto en: SLOTERDIJK, Peter, Sphären III: Schäume, Suhrkamp, Frankfurt 2004. Los ecos literarios de la estancia de Dostoievsky en Londres se encuentran en su suplemento literario de viajes «Anotaciones de invierno sobre impresiones de verano», 1863, un texto en el que el autor se burla, entre otras cosas, de los «sargentos primeros de la civilización» de Occidente, de los «progresistas de invernadero», y expresa su angustia acerca del triunfalismo baálico del palacio de la Exposición Universal. Dostoievsky reconoce ya en la burguesía francesa la equiparación europea occidental y posthistórica entre seres humanos y poder adquisitivo: «La posesión de dinero [es] la más elevada virtud y deber del ser humano».
2 Para una interpretación de la teoría heideggeriana del tedio en el contexto del desarrollo de la ironía y la ausencia de tensión modernas, cfr. Sphären III: Schäume, op. cit.
3 Cfr. «Absolute Inseln» en: Sphären III: Schäume, op. cit., cap. 1, sección A, pp. 317-337.
4 BENJAMIN, Walter, Gesammelte Schriften, Suhrkamp, Frankfurt 1989, vol. 1, pp. 86 y 93.
5 Acerca del motivo del «capitalismo confortable», cfr. CLAESSENS, Dieter y CLAESSENS, Karin, Kapitalismus als Kultur: Entstehung und Grundlagen der bürgerlichen Gesellschaft, Suhrkamp, Frankfurt 1979.
6 Cfr. LEVINAS, Emmanuel, «La proximité», Autrement qu’être ou au delà de l’essence, Le Livre de Poche, París 2004 (1978), pp. 129-155.
7 Paul Berman se sirve de la comparación con las «picaduras de mosquito»; por desgracia, el autor se rasca con tanta energía, que le sale una sobreinterpretación del terrorismo islamista como nuevo totalitarismo: cfr. BERMAN, Paul, Terror und Liberalismus, Europäische Verlagsanstalt, Hamburgo 2004, p. 32; sin preocuparse por lo poco afortunado de sus imágenes, añade que las picaduras de mosquito son «parte de una guerra»; una vez más se emplea la lucha contra los insectos como modelo de la gran política.
8 Cfr. LENTRICCHIA, Frank; MCAULIFFE, Jody, Crimes of Art and Terror, University of Chicago Press, Chicago y Londres 2003, pp. 6-17.
9 LUTTWAK, Edward N., «Armed Suasion», Strategy. The Logic of War and Peace, The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge (MA) y Londres 1987, cap. 13.
10 Cfr. «Das Empire – oder: Das Komforttreibhaus; die nach oben offene Skala der Verwöhnung», Sphären III: Schäume, Plurale Sphärologie, op. cit., cap. 3, sección 9, pp. 801 y ss.
Instituto de Filosofía Pontificia Universidad Católica de Valparaíso
Instituto de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso;
Ver:
SLOTERDIJK Y NIETZSCHE; POSTHUMANISMO, ANTROPOTÉCNICAS Y COMPLEJIDAD EXTRA-HUMANA
ROSI LÓPEZ; EXPOSICIÓN “TEMBLORES DE AIRE”
PETER SLOTERDIJK ‘EL PALACIO DE CRISTAL’; Introducción Dr. Adolfo Vásquez Rocca